- La media montaña es un eufemismo para describir una cámara de tortura, un lugar para el padecimiento y la asfixia. Una habitación con la ventanas tapiadas en el sufrimiento. El bochorno, plomizo, pegajoso, enajenó al pelotón. El sol asesino arrodilla a los hombres, que despavoridos por la abrasión huyen para escapar. Hasta las sombras se agobian en carreteras que maldicen, que muerden e incordian al organismo, maltratado en el portal de los Pirineos, donde Pogacar pretende rematar el Tour. Antes, volaron los dorsales. Dejaron el nido con pasaportes falsos. Nadie quería esperar bajo el fuego. Mejor aventurarse porque la desventura era permanecer. Enloquecidas las piernas. Un día de furia. Se disparó la jornada de campos minados y dinamita en el polvorín. Las dos primeras horas de carrera fueron una estampida en busca de la velocidad para airear la piel. El velocímetro se meció a un dedo de los 50 kilómetros por hora. ¡Corred, malditos!
En ese caos, muchos se quisieron subir en el sillín de la libertad. Guerra de guerrillas en una paisaje de emboscadas y camuflaje. Con el perfil aserrado, la montaña rusa de sensaciones era un oleaje perpetuo. Entre las sacudidas y las corrientes eléctricas, Pogacar, el controlador aéreo del Tour, no perdió detalle. El líder es el centinela de su destino. No necesitó prismáticos. Observa el Tour desde el microscopio en días así, cuando la carrera se desabrocha, cuando no hay camisas de fuerza diseñadas por las altas montañas. En ese trasiego, en el remolino, Omar Fraile, hombre de la mar, remero de joven, se subió a la cresta de la ola buena. El santurtziarra tenía impresa una equis en su carta de navegación. El vizcaino se adentró en la fuga buena, que se armó tras varios disparos de fogueo. Ráfagas de ilusiones. Dianas de frustraciones. “Lo intenté todo”, dijo Fraile, que se quedó en la orilla que conquistó Mollema, el perseverante. Nunca se rinde el neerlandés, que con la edad es más agresivo. En el Tour solo se gana mordiendo.
El neerlandés, que durante años peleó entre la nobleza del Tour para ese concepto llamado podio, reconvirtió su discurso para disfrutar de los pequeños placeres. Apostó por convertir lo ordinario en extraordinario. Desligado del competir por los puestos de honor, Mollema amplió el foco. Ve el Tour en cinemascope. Se olvidó del reduccionismo de la general, siempre esclava y no muchas veces lucida. Mollema era el hombre que siempre estaba ahí, pero al que la gloria solía esquivarle. Sólido, consistente, mentalmente durísimo, a Mollema no le alcanzaba para el fulgor de París, donde se necesita un potente haz de luz. Mollema siempre fue esa luz de extrarradio, que nunca alumbra demasiado, pero que nunca se apaga. Sobre ese manual de estilo, el neerlandés se bañó en el champán del Tour a los 34 años, cuatro años después de su bautismo en la Grande Boucle. El premio a la constancia. El hombre delgado que no flaqueará jamás.
Madouas, Élie Gesbert, Pacher, Rolland, Woods, Cattaneo, Poels , Mollema, Konrad, Martin, Higuita, Chaves, Meintjes y Fraile estaban hermanados justo al pie de la Côte de Galinague. El líder había sellado el salvoconducto para la aventura hacia Quillan, el puerto refugio en el que Mollema firmó su mejor travesía tras una navegación de 40 kilómetros sin más compañía que su coraje. A Pello Bilbao, que salió de los diez primeros tras el triple salto de Guillaume Martin, le dolió el suyo. Una caída le magulló. El Bahrain quiere estar en todos lados, pero olvida al gernikarra, su mejor hombre en la general mientras arenga a Poels en su pelea por el maillot de la montaña.
En una reunión de tanta calidad, reinó la desconfianza. Demasiados rivales en el quién es quién de la victoria. Mollema, sabio y constante, un tipo tozudo, sufridor, se afiló en un descenso de una jornada enchepada. El neerlandés se impulsó en un tobogán. Su corte resultó incisivo. Un punzón. El diván de las dudas retrató a sus acompañantes en una carretera pestosa, con asfalto de lija. El holandés errante, lejos de una pose académica, avanzó a espamos. En la fuga perduraba la sensación de confusión, la tensión propia de las miradas hoscas. En ese tiempo de reflexión, Mollema, convencido y corajudo, tomó un manojo estupendo de ventaja. Flores que olían a meta.
En el Col de Saint-Louis, 4,7 kilómetros al 7,4% de pendiente media, el neerlandés disponía de un renta de un minuto. El alto era un escenario de bosques y lengua de asfalto vieja. Rocas que atestiguaban las penas. En esa garabato de brea al sol, la fatiga invadió a Fraile. El de Santurtzi tiró el botellín para aligerar su penitencia, pero ni eso le alivió entre puños de roca y una carretera sinuosa, fotogénica y bella en su crueldad. Cattaneo, Konrad, Higuita y Woods buscaban a Mollema. Perseguían un fantasma. Fraile maldecía su crisis en el grupo de Guillaume Martin, el filósofo. El francés saltó siete posiciones en la general. Es segundo tras Pogacar. El esloveno, insultantemente joven, prefiere los sonidos del rap o el trap. Música de verbo rápido y exhibicionismo para la antesala de los Pirineos. Mollema, con ese caminar ansioso, dislocado, mantuvo el pulso. Le cuesta bailar sobre los pedales, pero es eficiente y resistente. Se conoce a la perfección. Mollema, al timón de su porvenir, supo que llegaría y que, al fin su historia con el Tour, le alegraría el alma. El holandés errante encuentra el paraíso.