a avería de Primoz Roglic (29 de octubre de 1989, Trbovlje, Eslovenia) se produjo en un lugar en el mapa, La Planche des Belles Filles, un lugar en la historia del Tour, varios párrafos en los incunables del ciclismo y una fecha hiriente, 19 de septiembre de 2020. La redención de su mayor decepción la encontró el esloveno meses después en el santuario de Arrate, retablo del ciclismo vasco, su altar. En un lugar para el recogimiento encontró la paz Roglic. La txapela de la Itzulia sirvió al esloveno para ahuyentar los fantasmas del pasado, el recuerdo de su derrota amarga en París ante el chispeante Tadej Pogacar, tercero en el podio de Arrate tras Roglic y Vingegaard. En su primer duelo en una vuelta desde que ambos cruzaran sus vidas en un rincón de la memoria colectiva, Roglic enterró aquella sensación de desamparo. Roglic pudo con Pogacar en el Tour vasco y evidenció que el fenómeno esloveno también es vulnerable, que se le puede batir y que comete errores. Eso otorga otra dimensión a su victoria y le concede otra perspectiva. Los ojos de Roglic no solo festejaron la Itzulia, carrera que abrazó en 2018, también brillaron por el triunfo sobre su compatriota. “Ha sido una auténtica carrera, sabía que iba a ser así, corta pero muy dura. Ha sido muy difícil conseguir la victoria, pero al final todo salió bien, así que estoy muy, muy feliz”, expuso el esloveno.
La de Roglic fue una victoria interior, una revelación íntima que tuvo la forma de la épica, pero el fondo de la victoria de los vencidos. Las más difíciles de conseguir. Fue un triunfo sobre sí mismo. La victoria de Roglic es el triunfo de un ser humano sobre el abatimiento. No solo derrotó la tenacidad y fiereza de Pogacar, sino que cicatrizó la herida doliente del Tour. Reponerse de la sacudida de la crono de La Planche des Belles Filles, resalta el carácter del esloveno. Muchos se adentrarían en un estado abúlico, semidepresivo, tras semejante electroshock. Alma de campeón, el esloveno prefirió enfrentarse a sus miedos y vencerlos. Ese, probablemente, haya sido el gran logro de Roglic; levantarse de una derrota amarga, cruel y aniquiladora para vencer otra vez. Si en la Vuelta que siguió al Tour se midió consigo mismo en un ejercicio de introspección, un psicoanálisis, en la Itzulia enfrentó a su ogro. El esloveno practicó una autopsia sobre lo que es y lo que será. Se miró en el espejo, se radiografió los adentros y, al fin, pudo sonreír, reconstruido, rehabilitado. La victoria en la Itzulia contiene el estímulo imbatible del regreso de un ciclista que nunca se dejó, que ya se subrayó con la victoria en la Vuelta de 2020 y que ofreció un recital en la París-Niza del presente curso. La carrera en la que logró tres etapas y que solo el infortunio de las caídas y una avería mecánica impidieron su conquista. Excelente competidor, jamás se abandonó. Mentalidad de hierro, el triunfo de la Itzulia resulta reparador para Roglic, que continúa en lo más alto del escalafón. Venció la crono de Bilbao y se elevó al cielo en Arrate.
Lejos de los camerinos y de la apariencia de estrella, refractario al show, Roglic defiende desde la austeridad de su discurso un ciclismo mayúsculo. El esloveno, despojado de elementos sobrantes fuera de la competición, cincela sus enormes capacidades en la carretera. Allí es donde el exsaltador de esquí se expresa de maravilla. El asfalto es su púlpito. Serio, lacónico y esencialista, en ocasiones lapidario, Roglic no atiende a excusas ni coartadas. A pesar de la carga física, mental y emocional que le supuso el Tour, el esloveno no buscó ni un pretexto. Acude a cada carrera con la idea, insobornable, de volver a ganar. El esloveno compite en cualquier frente. El ciclista que aterrizó desde los saltos de esquí habla en la carretera. Ese es su universo. El hábitat que prefiere. Roglic siempre está dispuesto para el combate. Por esa vía encontró la redención.