miguel Gallastegi se aposenta en un sillón beige que le abraza las caderas sobre las que posó el gerriko hace ya mucho, mucho, mucho tiempo. El eibartarra está preparado para soplar mañana las cien llamas que decoran, como los mojones de una autopista, la carretera de su vida, una vida plena. El GPS le ha corrido rápido. “No me trate de usted, que todavía soy joven”, relata con sorna el eterno manista de Eibar. Y es que, uno es pelotari desde que nace hasta firmar el epílogo. Y, entre todos, Gallastegi es leyenda. Don Miguel, algo menos de dos metros de hombre con los recuerdos a flor de piel, relata la vida como si fuera un libro. Es un trovador de historias que se conoce como si las leyera en cada parpadeo. Así es la vida, que tiene idas y venidas, que tiene traqueteo, que tiene “aventuras y desventuras”, que dice con otra sonrisa. La eterna juventud. La compañía de Gallastegi es oro puro, una enciclopedia, una palmada a la historia. La perpetua sonrisa, que solo se frena con algunos temas más duros, que los hay, porque la vida es así, porque estuvo casi cinco años como soldado y vivió la Guerra Civil. Y lo que vino después. Pero también los hay grandes, legendarios, de amistad pura, como la que vivió con Atano III en un cambio generacional que marcó la pelota a mano pretérita. Era la del Manomanista cada dos años, la del dominio del tercero de la saga azkoitiarra con mano de hierro, hombre de puños sobre la mesa en la cancha y sencillez fuera de ella. La historia se retuerce como la vida. Los capítulos se esconden y aparecen. Un puzzle. Lo compone Gallastegi. El destino lo armará de leyenda. A apenas unos pasos de cumplir el centenario, Don Miguel se rodea de los recuerdos que le alicatan la vida y, entre ellos, rescata algunos de su infancia, de cuando era un crío en Eibar, un chaval fuerte, y jugaba en Isasi con unos cuantos “futbolistas de gran nivel” que vivían en la localidad armera. “Una vez, el futbolista Roberto se apostó con Txapasta, que era uno de los manistas más importantes de la época, a que le ganaba. Se jugaron una comida de seis personas. Yo estaba entre ellas. Fíjese, aquellos cogían el tren a las 7.00 horas e iban a Bilbao a entrenar. Cuando venían, se ponían a jugar a pelota a mano. Eran deportistas integrales”, argumenta el exprofesional de Eibar, quien también evoca que en aquellos días a los muchachos que iban del campo les tenían menos consideración que a los que se criaban cerca del frontón. Gallastegi, nacido el 25 de febrero de 1918 en el caserío Asoliartza, del valle de Mandiola -muy cerca de Etxebarria y Markina-, pronto comenzó a destacar: por fortaleza, por sapiencia, por bravo. “Acabé por superarles”, desgrana. Pasan las fotografías con los rompientes como música de fondo, impenitente, que se rasga con las burbujas del agua de lluvia en una superficie marrón. Día revuelto. Reconoce Don Miguel que en la vida hubo muchas cosas, que ha “vivido” mucho, pero que la pelota a mano ha sido “fundamental”. “Cuando éramos pequeños nos dedicábamos a portar las maletas de los pelotaris profesionales que jugaban en el frontón Astelena de Eibar. Cuando tenía trece años, en junio, se realizó una gran reunión con todos los grandes pelotaris del momento. Allí estaba yo”, reconoce. Era el único aficionado. Sobre la cancha, en la que hoy en día hay una imagen del propio Miguel, escuchó a Mondragonés y a Atano III cómo hablaban. Calificaban La Catedral como el “mejor sitio del mundo” para jugar a pelota a mano. Aquellos grandes del frontón le vieron crecer. “Me decían que iba a ser un chicarrón”, afirma. Creció y creció. Se convirtió en un hombre fuerte y dotado. En tiempos de necesidad, que se asomaban a la inmensidad del hierro de la guerra, Gallastegi se acercaba al 1,90. Pocos días antes de que bailaran las balas en un trienio de masticar tierra y parpadeos de polvo, el eibartarra debutó con Marino el 29 de junio de 1936. Los que habían contemplado el tránsito de niño a hombre se mostraron “orgullosos”. A algunos acabó por ganarle en la cancha.
“Dos semanas después de mi estreno tuve que ir al frente”, cuenta. El Ejército se levantó contra la Segunda República el 17 de julio. Miguel anduvo con el batallón Amuategi y luego tuvo que servir en Aguilar de Campoo. “Nos tocaba ir por Peñas Blancas y Picos de Europa hasta Gijón”, analiza. Después, cayó enfermo de sarampión, cuestión que le tuvo ingresado en el hospital de Mondariz. Y, como muchas veces en la noria de la vida, la casualidad tomó la mano de Miguel. “Allí había una monja de Tolosa, con la que empecé a hablar en euskera. Ella me preguntó qué quería hacer y le dije que ir a Gasteiz, porque estaba cerca de casa”, desvela. Gallastegi jugó un partido estando aún en el hospital. Ganó. En el segundo, sacó “a pelotazos” al rival. “Gustó mucho mi estilo”, añade. El Director del centro médico le llamó. Su mujer era de Elgoibar y le conocía. “Me dijo que no podía jugar mientras estaba internado”, recuerda. Le mandaron “cinco meses” a casa. “Fue entonces cuando subieron mis prestaciones en el frontón. Al final, estuve cinco años como soldado”, afirma.
El campo forjó sus manos. Todos los días cortaba troncos durante veinte minutos para fortalecerlas. Ayudaba mucho a su ama, Ceferina, porque su aita, Pablo, “estaba enfermo”. Sin cumplir veinte años, Gallastegi pesaba 100 kilogramos. “Notaba el cansancio. Me empecé a preparar más que mis compañeros. Bajé peso y me sentí mucho mejor”, analiza. En el retrovisor, una tarde en Azkoitia fue la que le abrió las puertas del elitismo. Jugó con Txikuri ante Martínez y Agirre. Era invierno. “Fue un gran partido”, manifiesta. Y llegaron las loas. Y las victorias. Y las txapelas. Y la rivalidad en la cancha con Atano III. Y una “gran amistad” fuera. Dos genios.
PÍLDORAS DE UNA VIDA A partir de 1941 Miguel Gallastegi se hizo uno de los fijos en las grandes programaciones de los empresarios manistas de la época, que eran cinco. Un encuentro está grabado a fuego en la mente de Miguel. Se midió a Mondragonés padre e hijo. Perdió por 22-21, pero fue “inmenso”. Señala una agenda que se encuentra al lado de su mano izquierda. “Esto es el evangelio”, asiente. Dentro de sus tapas de piel marrón se encuentra escrita parte de la vida deportiva del eibartarra. Su punto álgido fue en los enfrentamientos ante Atano III. “Un día en Eibar se comentaba en un bar que igual era capaz de ganar a Atano. Allí estaba el intendente, que primero pensó que no era posible. Al consultarlo con la almohada vio que podía haber negocio. Y lo montaron”, dice el guipuzcoano. “Gané siendo soldado. Fue un exitazo”, sostiene. Era 1942. El desafío acabó 22-16. El mago de Azkoitia llevaba 17 años como monarca de la especialidad.
Instalado entre los mejores, en 1944 quedó apeado en las semifinales del Manomanista. La primera txapela llegó en 1948 ante el propio Atano III. Fue en Bergara. “Gané 22-6. Los dos sufríamos cuando teníamos que jugar en contra porque éramos amigos. Aquel día, Atano me dijo que teníamos que comer juntos. Estuvimos con mi madre. Fue fenomenal”, analiza. Después, ganó dos títulos más, los dos ante el vizcaino Akarregi, en 1950 y 1951, otro “gran amigo”. Genio y figura, en 1953 renunció a disputar el cetro.
Gallastegi, mientras la ría rompe impenitente, recuerda cientos de partidos hasta su retirada en 1960. Fue el primero en superar la centena en un curso y viajaba mucho: de Donostia a Salamanca, a Madrid, a Barcelona, a Baiona y de vuelta a casa. Todo en poco más de una semana. “El frontón estaba a revosar. Al acabar, me contrataban para el año siguiente”, añade entre risas. El grandísimo manista se acostumbró a los duelos por parejas y a tríos. Fue el primer pelotari moderno. Se preparaba más que nadie.