Guillaume Van Keirsbulck (Wanty) posee un diario en su pagina web. No se sabe si por eso del pánico a la hoja en blanco o debido al vértigo que produce la timidez, apenas ha escrito un párrafo sobre sus vicisitudes en el Tour. Tal vez le pudo la emoción, que mezcla mejor con la poesía que con la prosa. Debutante en la Grande Boucle, al belga los apuntes se le quedaron en Alemania. Olvidó la escritura, el diario que no es diario. Así que se despojó de su idea inicial y pegó un posit en la puerta de Mondorf-Les-Bains. Era una nota escueta: Me largo. Au revoir. Se colgó el petate al hombro y abrió una ventana que le invitaba a la postal de Vittel. Van Keirsbulck decidió escribir su historia en primera persona, desde el yo. Vivir para contarlo. Golpeó con fuerza y entusiasmo el teclado de las pedaladas. Letra a letra. Todo del tirón. 207 kilómetros. Un Quijote.

Cruzó los brazos sobre el manillar y se metió en el túnel del tiempo. No tardó en elevarse hasta los 13 minutos de renta ante un pelotón hamacado. Enfocado por el sol, Van Keirsbulck era un llanero solitario por una recta magnifica. El pelotón, dedicado a la contemplación, dejó crecer al belga gigantesco: 1,93 metros, 87 kilos. Van Keirsbulck agradeció el gesto con una entrega absoluta. Solo le acompañaba su sombra en una aventura que se desvanecería por pura inercia. La ley de la gravedad del pelotón no contempla el romanticismo ni tan siquiera para el nieto de un campeón del mundo. Su abuelo, Benoni Beheyt fue arcoíris en 1963 en Rosen, Bélgica. Su jardín de infancia fue una bicicleta. Su parque de atracciones, los pedales. Su padre también fue ciclista y su otro abuelo, Willy Van Keirsbulck, fue propietario de un equipo modesto. Él pertenece a uno de ellos, cuya misión es ganar minutos en televisión. Por eso, cuando a poco menos de 20 kilómetros de meta le anularon, miró a cámara y simuló que le cortaron el cuello. La guillotina y Francia siempre han tenido una relación muy estrecha.