vITIORIA - “La cuenta queda pendiente hasta las ocho y media más o menos. Entonces se verá quién la paga, si nosostros o ellos”. Con el ticket de la suculenta comida degustada en la mano, el donostiarra Pablo bromeaba con sus compañeros de mesa, un grupo de unas diez personas en el que se repartían a partes iguales las camisetas del Alavés y la Real Sociedad. Esta escena tuvo lugar al filo de las cuatro de la tarde de ayer en uno de los restaurantes del Casco Viejo gasteiztarra y se repitió en no pocas ocasiones.

Porque si algo dejó claro el derbi de ayer en Mendizorroza es que la confraternización entre ambas aficiones es total y que tanto vitorianos como donostiarras disfrutaron de una jornada espectacular en la que únicamente el resultado final de la contienda hizo sonreír un poco más a los primeros que a los segundos.

Prácticamente desde primera hora de la mañana el centro de la ciudad y la almendra medieval se convirtieron en un bullir contínuo de seguidores de los dos conjuntos que intercambiaban cánticos y las tradicionales apuestas de cara al partida. El encuentro de ida disputado en Anoeta supuso un auténtico rejonazo para los aficionados albiazules y ayer estaba claro el ánimo revancha de los alavesistas. Las ganas de devolver la moneda sobraban, pero todo dentro de los cauces de la más absoluta normalidad.

Entre gritos de guerra, pintxos, zuritos y la obligada comida fue llegando el momento de encaminarse hacia Mendizorroza y el ambiente continuó al máximo en el coliseo del Paseo de Cervantes. Ni un instante de silencio a lo largo de los noventa minutos y las gargastas siempre dispuestas para sostener a sus respectivos equipos en los momentos de dificultad. Pasión desbordada a raudales por momentos y, al final y no sin un agónico sufrimiento, éxtasis albiazul. A Pablo, no le quedó más remedio que sacar la cartera y hacerse cargo de la cuenta. No fue el único realista al que le sucedió.