Es un amigo, un compañero y toda una referencia”, dice Mikel Urrutikoetxea, quien recuerda que tiene una foto firmada de Berasaluze y que se la pidió siendo niño. Aún se lo comenta de vez en cuando. Víctor Esteban, otro pupilo, reitera que “pelotísticamente, ha sido un ejemplo, pero personalmente es una persona increíble”. El riojano ha unido al vizcaino a Ezcaray, donde “es muy querido”. Los dos hablan de Pablo Berasaluze, que cierra su carrera en la mano profesional en un festival que empieza a las 17.45 horas. Llega el momento que venía rumiando desde hacía ocho meses. En ese instante, tras anunciar que iba a colgar el gerriko y la chistera, Pablo se encontraba solo en el vestuario junto al delantero de Zaratamo. Se habían apagado los focos. Se había acabado el glamour de los medios de comunicación. Reconocía Pablo en ese momento que se había quitado un peso de encima. El resto, es otra historia. Ahí, en ese momento, se veía la verdadera pelota, la realidad del vestuario: Berasaluze, tras decidir que dejaba el profesionalismo ante los focos, se volvía a poner los tacos para entrenar, el pantalón de chándal y suspiraba. Fuera, se oía el traqueteo de las cámaras, que se escapaban asaeteadas por la inmediatez. Se iban ahogando los comentarios. Llegó el silencio. Siguió a lo suyo. Una metáfora. Un ejemplo. Fuera, el eco estaba apagado. Y, en el trabajo oscuro de entrenamiento, Pablo continuaba con su camino, cosido al cuero.
Esa imagen explica la indivisible dicotomía entre el pelotari de Berriz y su entrañable magia con el frontón. En especial, con la cancha bilbaina, que le vio lesionarse en la final del Parejas de 2013, en la que las entradas volaron para ver al berriztarra plantar cara a Irujo, y en Aste Nagusia. El Bizkaia también vio cómo a Berasaluze en el Cuatro y Medio se le ponían las cosas crudas en una eliminatoria muy igualada ante Aimar Olaizola por un tanto que subió al casillero del goizuetarra y no debió hacerlo. También, cómo se llevaba el primer torneo de la remozada feria bilbaína. En ese binomio, el frontón tampoco recuerda su pasado sin él en sus entrañas. De casta le viene al galgo. En un paseo por el Bizkaia se puede ver incluso un cuadro de su abuelo, Txikito de Mallabia. Después, llegaron al profesionalismo manista su aita y sus tíos. Por su padre, José Antonio, lleva en la camiseta Berasaluze II, aunque él es el octavo de la rama. Llevó el 8, que es su “número”, hasta el Parejas de 2013. Acababa de cumplir 15 años en la brecha. Era un homenaje.
Junto a su aita, metió horas en el frontón. Era un chaval. Un apasionado. Era el niño que iba por los vestuarios, el que cogía los tacos de Julián Retegi, se los llevaba a casa, los deshacía y al día siguiente lo volvía a montar. Quizás por todo aquello, los jóvenes le piden consejo a la hora de repartir tacos, esponjas y esparadrapo. Sin embargo, de las camadas que veía en el Astelena de Eibar, entre ellos Retegi o Galarza, hubo un tipo que le conquistó. Un rematador en toda regla. Un hombre del renacimiento. El gran Panpi Ladutxe, manista, cantante y artista, dentro y fuera del frontón. El de Azkaine era un diablo delante. Pablo lo imitó. Pablo quiso ser Panpi. Pablo quiso ser diablo. Pablo se transformó en artista. Le creció un don. Ahora, lo lleva impreso en el ADN. Es deudor de una escuela antigua, que siempre recuerda, la de “frontón, frontón y frontón”. El máster le nació porque cada minuto era “para jugar a pelota”. Así creció y así asombró. Berasaluze, el rematador infalible, que emigró de la escuela de Berriz a la de Mañaria, club al que se siente muy agradecido, porque le acogió de chaval. “Solo soñaba con jugar, no con ser profesional”, expone el delantero. Debutó con veinte añitos. Aquella tarde, en Bergara, estaba Rubén Beloki, que ya era un emblema. Se acercó lacónico, le dio la mano y le deseó una carrera larga. Juntos llegaron a la final del 99. Sus primeros cuatro años fueron de éxito. El fallecimiento de su aita en 2003 le dejó tocado. Era su pilar. Llegó una depresión, pastillas para combatirla y una recuperación en la que hubo grandes ayudas. Él recuerda a su familia de Berriz y Bilbao y a un amigo como Joserra Larrinaga. Por el camino, además, hubo un pelotari como Hodei Beobide, que sufrió lo suyo con una enfermedad que le quitó 24 kilos de encima. Y se reconstruyó. Se volvió más fuerte.