Corvara - A más de 2.000 metros de altitud, entre aristas de roca, montañas talladas por la majestuosidad, el aire frío, la nieve aún exuberante, en el centro mismo del Giro de su mito dolomítico, no existe lugar para el engaño, la burla o el camuflaje. Nada escapa a la autopsia de los Dolomitas, las moles que redactaron leyendas y derribaron seres humanos. Salvaje leviatán. En la mesa forense de los Dolomitas quedó el colapso de Alejandro Valverde, mudo en Valparola, deshollado por un ataque de Nibali en una etapa tremenda que le enterró con tres minutos en Corvara. El Giro apalea sin misericordia a los principiantes. Valverde es un novicio en la carrera italiana, que posee menos cartel que el Tour, pero más piedra en las montañas. En ese museo al sufrimiento que cincelan los Dolomitas, Valverde izó la bandera blanca, pálidas sus piernas, dos estacas, en Valparola. Se quedó de piedra el español en un arrebato de Nibali, siempre con el cornetín a cuestas, dispuesto a la batalla. El estirón del siciliano sacó de plano a Valverde, que ya no sonríe, el rostro amortajado por el vademécum del Giro. Al sepelio de Valverde asistieron como sumos sacerdotes Kruijswijk, el nuevo líder holandés, y Esteban Chaves, vencedor de un día memorable, un tratado de supervivencia por los callejones de la historia del Giro, que deshojó a Valverde. “A mí lo que más me ha afectado ha sido la altura, hemos estado siempre en torno a los 2.000 metros y pienso que eso es lo que más me ha marcado y me ha debilitado. En ese momento estaba angustiado, no tenía ni fuerzas para responder”, dijo en Onda Cero.

Los Dolomitas, al igual que Saturno, devora a sus hijos para enmarcar su leyenda. El paisaje, tan bello y fascinante, hipnótico, no deja de ser una inquietante invitación a adentrarse en un mundo fantasmagórico, una maravillosa locura: 5.000 metros de desnivel hollando seis montañas, entre ellas las moles del Pordoi y el Passo Giau. Fue en Giau donde la carrera se envalentonó después de que Rubén Plaza diera rienda suelta a su aventura, alumbrada por una fuga de 37 hombres. Apagado Plaza, se incendió el Astana. Encolumnados alrededor de Nibali, sus peones actuaron como una boa constrictor para robarle el aire a Andrey Amador, de rosa. El costarricense se encomendó a un acto de fe. Subía con los riñones, a coces. Le empujaba el coraje y la esperanza. Lo de Amador era funambulismo sobre la cuerda floja que sacudía el Astana, un ejército celeste con la mirada torva. Amador se desprendió de la cordada en la que se anudaron Sacaporni, Nibali, Valverde, Kruijswijk, Chaves, Urán, Zakarin, Majka... juntos en el Passo Giau, una montaña que recibía a los ciclistas con bengalas para recordarles que aquello era el infierno. Azufre en el aire y pulmones encogidos. Atapuma y Siutsou, herederos de la gran aventura, fueron los primeros en abandonar el averno. Amador, destemplado, perdió comba. El costarricense se jugó el pellejo en el descenso del gigante para reunirse con el grupo de Nibali, Valverde y el resto de candidatos en Valparola.

el ataque de nibali Scarponi, exuberante, continuó sin pestañear con su inagotable catálogo de esfuerzo. Una oda al trabajo. Si en Giau desconchó a Amador, en Valparola sirvió de muelle para Nibali. El siciliano olió la sangre. Tiburón. Bizqueó para ver que Valverde iba de farol, que estaba atornillado a su estela pero que la tuerca aflojaba. Arrancó Nibali y a Valverde, que se abrió, le cayó la noche negra encima. Eclipse. Dejó de ver el sol Valverde. De repente, en el ocaso. Lánguido, sin reprís, sin un gesto. Solo con Scarponi, el mayordomo de Nibali, planchado a su dorsal. El cortocircuito de Valverde fue el botón de arranque de Esteban Chaves y Steven Kruijswijk, que reaccionaron para introducirse en el bolsillo de Nibali. El primer aliento del siciliano atosigó a Valverde; en el segundo, Nibali se quedó sin voz. Steven Kruijswijk despegó al italiano, volteado por Chaves y el holandés, que se sitúan en la terna de candidatos al triunfo final del Giro de Italia. Valparola regó la carretera de miseria. La acumulación de esfuerzos, el reino del ácido láctico, aguijoneó a Valverde, Zakarin, Majka y Amador, que necesitaron prismáticos para intuir a Chaves y Kruijswijk. Nibali, obstinado, piel de campeón de Italia, les veía alejarse, pero no izó la bandera blanca. La suya es negra: dos tibias y una calavera: pirata.

A un palmo de Corvara, la carretera aún abrupta, un muro a la espera, Kruijswijk y Chaves eran dos corsarios que se reunieron con Atapuma y Preidler, otro desperdigado, para competir por el triunfo, que se llevó Chaves en una final agónico. “Todo el mundo estaba al límite. He visto a todo el mundo muy justo y he seguido a Kruijswijk tras su ataque. Esa fue la clave. Después, vimos en dificultades y quedarse a Nibali y trabajamos juntos hasta el final. Es una gran felicidad”. El holandés y el colombiano hablaron el mismo idioma. Saben latín. Rosa rosae. Colegas de podio. Nibali, entre medias, se personó en Corvara con el kit de primeros auxilios para coser la pequeña herida. Le bastó con un par de grapas y unas gotas de mercromina. Resistió. 37 segundos penalizaron al siciliano, que salvó el gaznate y es segundo en la general, por delante de Chaves y por detrás Kruijswijk. Feliz a medias. “¿Contento? Mitad y mitad. Estoy feliz de alejar a Valverde, pero Chaves y Kruijswijk hicieron una hermoso ataque. Con el cambio de ritmo me hicieron pasar por malos momentos y fue imposible poderlos seguir”. No así Valverde, descompuesta su figura, famélica, sin nadie dentro desde Valparola hasta Corvara. Desnudo bajo los Dolomitas.