El martes, las manos de Mikel Nieve, sus caricias, cuidaban de Mikel Landa, que recorría el calvario, deshabitado por dentro, envasado al vacío. Nieve se entregó a su líder. Camaradas. Hermanos de armas. Peleando en la misma trinchera de la desolación. Se fue Landa enfermo y el Sky entró en estado depresivo. Agujero negro. La hoja de ruta pisoteada por la suela de la enfermedad. Tachado Landa, consumida su llama, en el Sky se agarraron a Mikel. De apellido, Nieve. Fuego congelado. El leitzarra inició el deshielo en los paisajes que anhelaba Landa. Nieve, un tipo experto, que en el Giro de 2011 alcanzó el Nirvana, en “la etapa más dura de mi vida”, -así la definió Alberto Contador-, cayó en cascada sobre Cividale del Friuli. Esos brazos que empujaron el ánimo del murgiarra, tocaron ayer, liberados, el cielo. Gloria eterna para Mikel Nieve.

Mikel redimió a Mikel en un día para los arcanos. Honra al compañero caído. El homenaje para Landa elevó a los altares a Mikel Nieve, que se ató al palmarés del Giro en otro episodio fantástico. Su salto se produjo en el trampolín de la Cima Porzus, una montaña tensa y dura que se acurruca a un palmo de Eslovenia. Por su escarpado perfil, el leitzarra ofreció su lado más fotogénico. Bamboleante la bicicleta, concentrado como una efigie, desajustó a Dombrowski, un norteamericano grande, soldado al dorsal de Nieve desde que se inició una aventura madrugadora con una treintena de corredores, degajados antes de la frontera eslovena. Dombrowski, grande y de verde como Shrek, se dispuso a padecer la gota malaya, la tortura de Nieve, consistente, sin vacilaciones. Un martillo como metrónomo. La determinación del leitzarra apretaba la corbata de Dombrowski. Cada pedalada que soportaba el norteamericano, cada jadeo, era una sonrisa de Mikel Nieve, una palada de arena sobre Dombrowski, un penitente. Nieve despiezó el mecano del ciclista del Cannondale. Sacó las alas y emprendió su vuelo.

Lejos de la pirotecnia, sobrio, el latido rítmico, se quedó solo. Diluida la sombra de Dombrowski, entregado tras la crucifixión. Visconti y Montaguti se subieron a la chepa del norteamericano. Nieve les congeló la idea. El leitzarra arrancó el retrovisor de cuajo. No lo necesitaba a pesar del empeño de Giovanni Visconti, que perseguía un fantasma. Nieve se había evaporado. Atravesó la Cima Porzus con ventaja para tricotar su sueño. A su espalda, Visconti era un Robinson Crusoe sin isla ni Viernes. La muchedumbre se arremolinaba en una baldosa donde gimoteaba Bob Jungels, el líder espigado con la cara roja del esfuerzo. El Astana, la muchachada de Nibali, se desplegó a través de Porzus con la idea de emboscar a todo aquel que no estuviera atento. El frenesí de los celestes destempló el ánimo de Jungels, desvencijado cuando Esteban Chaves apretó. El pizpireto colombiano afiló la guillotina en Valle. Nibali activó el mecanismo y a Jungels le cortaron el cordón umbilical que le unía al liderato, que se posó sobre Andrey Amador, que tuvo que apresurarse para llegar a tiempo.

Valle, la última montaña, era el latifundio de Mikel Nieve, espumoso, burbujeante. Visconti, gaseoso, pretendía una quimera. Los sueños, sueños son. La realidad, que contiene menos poesía que pisa sobre el paseo de la prosa, acentuó a Mikel Nieve, que ascendía los peldaños de dos en dos. A Visconti no le alcanzaba para esquilarle la ventaja. El reloj estaba del lado del leitzarra, inspiradísimo en el epílogo. En ese tramo los favoritos se sondearon. Primeros planos y algún que otro gesto. Valverde asomó sin garbo. Nibali garabateó, aunque no fue capaz de darle consistencia a su relato y Kruijswick cosió la pequeña brecha que el siciliano promulgó sin éxito.

la solidez de nieve Sin bobina de hilo suficiente para tirar de Mikel Nieve, fuerte subiendo y convincente bajando, el leitzarra ganó el llano, a apenas unas brazadas del éxtasis. Sereno, Nieve continuó con la solidez de su discurso mientras se desgañitaba Visconti, más impetuoso que eficaz. Más bullicioso que convincente. Nieve estaba en órbita, observando la carrera desde el Hubble. Mirada cenital. En las distancias cortas, las de los jerarcas del Giro, Andrey Amador se subió a a la carrera al teleférico de Valverde y Nibali. No había rebufo para Jungels, digno y peleón. Astillado en Valle, su sprint era el del orgullo. El joven holandés no se venció. Le volteó la carrera. A Andrey Amador, nuevo líder, a punto estuvo de volcar. Se enganchó en el descenso de Valle y encaramó al rosa compartiendo llegada con los caciques del Giro, dispuestos a rascar al sprint cada segundo en meta. Nieve no necesitó acelerar. Al contrario. El leitzarra pausó su llegada. El paladar, dulce, dichoso, recorrió el pasillo del entusiasmo. Mikel saludó al coche de equipo, soltó las manos del manillar y extendió su felicidad de punta a punta de la carretera del Giro, la carrera que no estaba en su calendario, pero sí en su memoria. Abiertos los brazos, saludo al cielo, se besó el puño de la mano izquierda y expuso la mejor de las sonrisas tras una alud de ciclismo. La avalancha de Nieve.