MADRID - “Mi ídolo es Contador”, soltó Fabio Aru, un ciclista que corre a toque de corneta. Guerrillero, pertenece al árbol genealógico del madrileño, un ciclista de época. A eso aspira Fabio Aru, que conquistó la Vuelta, su desvirgamiento en la grandes carreras, a dentelladas. El sardo, segundo en el Giro de Italia, inició su conquista en el mismo momento en el que Vincenzo Nibali, el capataz del Astana, se agarró al coche de su equipo para remolcarse. La trampa, evidente, vergonzosa, notoria, le sacó de la carrera a empujones. Expulsado. Tarjeta roja. La decapitación de Nibali, el tiburón, afiló lo colmillos de Aru, que no tardó en mostrar su dentadura, los incisivos que se le encienden en cuanto olisquea una rampa. Aru adora la montaña y la piratería, el asedio, el asalto. Ese espíritu valiente y perseverante le colocó en la peana de los que competían por abrazar la Vuelta, que descubrió a Tom Dumoulin, un tallo holandés, excelso contrarrelojista, notable escalador, que le exigió hasta los estertores en el portal de Madrid, que entronizó al sardo. “La Vuelta cambiará mi vida”, subrayó Dumoulin. Seguro, cambiará la de Aru.
Su camino al cielo de Madrid, desde allí escuchó el himno de Italia -más próximo a la charanga que a la solemnidad- envuelto en la bandera de Cerdeña, lo cinceló desde las cumbres con ese estilo inconfundible, agitador, cimbreante, la bicicleta alocada de este a oeste. Las azoteas son el hábitat del italiano. Allí respiró Aru y se asfixió Dumoulin, la mejor noticia de una Vuelta que marchitó al podio del Tour, astillado por el cansancio. A Chris Froome le despidió una caída; a Quintana y Valverde les pudo la fatiga de enlazar la Grande Boucle y la ronda española. Demasiado esfuerzo acumulado en el cuentakilómetros. Aru, en la hamaca desde el Giro, no se óxido. Muy al contrario, su resistencia, su capacidad agonística, le validó su gran obra. “Nunca hay que rendirse, hay que seguir peleando”, es el lema del sardo, al fin un sardo feliz.
Aru, que se descorcha, amaina y vuelve a hervir en la misma escena, venció en el sprint de la agonía. Donde Dumoulin pereció, deshabitado, plegado, Aru se agigantó. Fue en La Morcuera. Se impulsó por encima del holandés con la pértiga del Astana, que anudó la gloria sobre el pescuezo de Aru y una soga sobre el gaznate de Dumoulin, desplomado en el penúltimo día. Aru reconoció que su equipo le concedió la Vuelta. Resulta complejo calibrar qué pesó tuvo el Astana, qué porcentaje del triunfo le pertenece, pero es indiscutible que la guardia pretoriana de Aru, con Mikel Landa como principal soporte, fue la clave de bóveda del laurel del sardo, que se construyó un triunfo memorable en la sierra madrileña.
En la montaña, su terreno, alejó a Dumoulin y se peleó con Purito, segundo en el podio, y Majka, finalmente tercero. A Dumoulin la carrera se le escurrió entre los dedos en las afueras de Madrid, donde el sardo dio el gran golpe o posiblemente, el golpe perfecto. Si bien fue en las cimas donde encontró el Vellocino de Oro, la definitiva túnica sagrada, el gran día de Aru, del que salió ileso, lo vivió en Burgos, en la contrarreloj. Esa jornada en la que Dumoulin voló, en la que Purito, que partía como líder, fue crucificado por la Mariposa de Maastricht y su portentoso swing, Fabio Aru sobrevivió. Aguantó con entereza la embestida del holandés, que salió con la capa roja de líder, pero con solo tres segundos de renta respecto al italiano, inasequible al desaliento. La carrera, emparejada al máximo, era un empate técnico, que sin embargo, alumbraba Dumoulin, que realizó un máster de escalada durante la Vuelta.
Inolvidable la morcuera Nadie esperaba el apagón del holandés en La Morcuera después de que arañara tres segundos más en Ávila en un ataque que sorprendió a Aru, a contrapié. En media docena de segundos se escenificó la Vuelta, una carrera con mejor desenlace que desarrollo. La narrativa de la ronda española ha girado entre las caídas, la polémica, finales cortos que eran un directo al mentón, pero que provocaban reparo y prudencia entre los corredores, y un puñado de etapas de tonos grises. Solo cuando la necesidad rompió ese guión, cuando el Astana apostó por un ataque sincronizado, desafiante y duro en el desagüe de la Vuelta, adquirió la carrera el tono épico, un día para la memoria por inesperado e histórico. Sucedió el sábado. Ese día Aru, el ciclista expresivo, teatral, un punto histriónico, quiso ser grande. Abrió la boca, tensó la mandíbula e hizo presa. Mordió la vuelta y no la soltó. Es suya. De Madrid, al cielo.