parís. Se ha convertido en una de las imágenes clásicas del ciclismo, sin duda en una instantánea de otro tiempo de este deporte, quizá mejor que el presente. La manera en la que la desgracia se cebó con Laurent Fignon en la última etapa del Tour de Francia de 1989 ha quedado grabada a fuego en la memoria colectiva de la afición. Ocho segundos, la diferencia más corta de la historia de la ronda gala, separaron a Fignon del ganador de aquella edición, el norteamericano Greg Lemond, probablemente el mayor obstáculo, al margen de la fortuna esquiva, que lo apartó de sumar muchas más victorias de relumbrón en sus once años de carrera.
Aquella jornada de julio en la que todo estaba preparado para que los franceses festejaran de nuevo el triunfo de un compatriota en el Tour sucedió algo insólito. Fignon fue líder durante once etapas y llegaba a la última con 50 segundos de ventaja sobre Lemond.
La etapa final era una contrarreloj que acababa en los Campos Elíseos. Contra todo pronóstico, el estadounidense -apoyado en un novedoso manillar de triatleta, en lo que sería el inicio de la tecnología para las contrarreloj- se adjudicó la etapa, le sacó 58 segundos a Fignon y se proclamó campeón del Tour, entre la decepción de la afición gala y las lágrimas del Profesor, cuya imagen en los últimos metros de la jornada, cuando luchaba por enjugar la desventaja, resultó ya de por si sobrecogedora.
Aquella fue una escena impactante, sobre todo, por el contraste con la estampa habitual del corredor galo, habitualmente arisco y avinagrado. Fignon, que ha llegado a reconocer públicamente que consumió varias sustancias prohibidas durante su etapa como ciclista, se desmoronó ante la evidencia de que perdía la que podía ser su última ocasión para ganar un Tour.