Una pareja regresa a casa tras una noche de estreno. Pronto se nos hace saber que él es el director de esa película que acaba de ser acogida como un gran evento. Al final del filme sabremos que nada será igual para él a partir de esa noche. Nada será igual para ella. El éxito ha llamado a su puerta y sin embargo, lo que viene a continuación, lo que acontece detrás de esa puerta se encamina hacia el naufragio. Luego, algo más tarde, descubriremos que ella, su compañera, era actriz y que la película de la que están hablando refleja parte de su biografía, la de una mujer politoxicómana que ha logrado dejar atrás su adicción.
Con solo esos dos personajes, Sam Levinson, hijo de Barry Levinson: Rain Man (1988), Bugsy (1991) y Sleepers (1996) entre muchas más, da señales de que se postula como un cineasta con ambición y voz propia. Con esa sed de estilo y hambre de autoría, Malcom and Marie convierte un hogar en un campo de batalla. Concebida con carpintería teatral, podría llevarse a un escenario sin cambiar ni una coma, Sam Levinson dispone el duelo como si fuera un combate de boxeo. Se intercambian golpes sin cesar y tras cada fundido, un nuevo asalto empieza.
Los argumentos y las razones permanecen en movimiento. A veces, ella aparece como víctima; a continuación, él encuentra justificaciones y causas. Levinson quiere mantener la equidistancia del observador honesto. Su cámara y su texto no pretenden juzgar sino (de)mostrar. Y en ese mostrar, Levinson se mueve en varios planos. La pareja y sus meandros afectivos se adivinan como la excusa. Excusa para hablar del cine -no en balde esa es la profesión de sus protagonistas-, del éxito, de la crítica, de la creación, del miedo y de la conveniencia.
Aunque Levinson evoca cineastas del presente, el lienzo que dibuja evoca el cine de los 50. Por el blanco y negro, por la sombra retórica de Tennessee Williams y por el ansia de palpar verdad, de ser de carne. O sea, asume y añora el modelo del Actor's studio. Un modelo que reclama calidad y prestigio, pero que no puede evitar una sensación de artificio e impostura. Por alguna extraña razón resulta más verosímil y empático un John Wayne a caballo que un Paul Newman con camiseta blanca sin mangas. Cosas del realismo nacido en los EEUU.