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Tarde de verano (En recuerdo de mi tío Ignacio Aldecoa) Por Tito Murua

Tarde de verano (En recuerdo de mi tío Ignacio Aldecoa) Por Tito Murua

Siestea el verano arrullado por el canto de los grillos y sobre el cielo estival algodonosos grumos de pequeñas nubes se dejan pastorear por el azul. Sobre la ermita del Cristo el céfiro del Gorbea se alborota alrededor del campanario provocando que el rumor de las hojas musicalice la atardecida.

Ignacio lee en casa de sus abuelos. Sentado en el alfeizar y ajeno a su entorno se sumerge concentrado en La isla del tesoro, se siente protagonista y valiente enfrentándose a John Silver El largo.

A sus pies, el mundo que le rodea bulle de vida; las gallinas cacarean, los cerdos gruñen, el ganado rezonga y, desde la esquina, un enorme lilo perfuma el aire con su aroma; Ignacio no lo huele, tampoco advierte el barullo.

Ensimismado; paladea cada palabra, cada hecho, cada situación; es su mundo, donde conviven en armonía la fantasía y las palabras. De cuando en cuando alarga la mano, coge a su inseparable amigo el diccionario, y bucea en aquel universo de verbos, nombres, adjetivos, antónimos y sinónimos. Otras veces levanta la vista y se sumerge en viajes y aventuras mientras observa en lontananza los cuatro picudos campanarios de la ciudad.

Dentro de cinco días cumplirá once años, “añazos” como le dice su tío Adrián, y se siente muy mayor. Por unos momentos abandona la fantasía y piensa en su tío: pintor, culto y bohemio; todo un ídolo para él.

Le gusta el campo pero prefiere la ciudad. Piensa en cuando desde un rincón en la trastienda del comercio de decoración de su padre, silencioso y atento, escucha las tertulias que su tío comparte con los personajes más ilustres de la cultura local. En esos momentos imagina que algún día él podrá participar en las mismas. Y es que aparte de aventurero, explorador y marino; Ignacio ambiciona ser escritor y domar las palabras, domeñar el lenguaje. Con cariño acaricia el diccionario.

Sabe que es listo e inteligente pero no destaca en el colegio. Lo que allí le enseñan no le interesa demasiado, su mente pasea por otros escenarios.

A través del vano de la escalera asciende el rumor de las palabras. Abajo, en la cocina, su madre, Carmen, y el tío Miguel conversan. Le gusta su tío Miguel; viaja mucho, tiene negocios en México y, de vez en cuando, atraviesa el océano. Uno de los deseos de Ignacio es poder acompañarle algún día.

Pasos y risas en la escalera. Bullicio en la habitación. Aparecen, lozanas y pizpiretas, su hermana Teresa y su prima Ana Mari que, excitadas, intentan contarle algo con palabras atropelladas. Él les mira con aire de suficiencia mientras se aparta el flequillo de la frente, se siente superior, sabe más cosas.

Le dice a su prima que está muy guapa, ella se arrebola; lo hace a propósito, sabe que le admira y que eso le da vergüenza. Su hermana le reprocha con un mohín como diciendo que si ella no es también guapa. Ana Mari tiene su edad, Teresa es un poco más joven.

Le animan a que les acompañe, que su primo Javierón les va a enseñar a cazar topos con una azada. Les dice que eso no es posible. Ellas le responden que vaya a comprobarlo. Remoloneando acepta sin soltar el libro de la mano.

Al pasar por la cocina advierte que su madre y su tío tienen el gesto adusto y preocupado mientras escuchan la radio y conversan con voz queda. Las niñas le tiran de la mano.

Frente a la casa, Javierón, azada al hombro, parece estar de guardia de tieso que se le ve. A sus nueve años es fortachón y algo grueso, coloretes rubicundos adornan sus mejillas y sobre la cabeza luce con orgullo una boina, signo de que ya se siente mayor. Gesticula con la mano como diciendo “vamos, seguidme, soy el jefe”. Ignacio esboza una sonrisa irónica y se coloca al final de la comitiva. Por la cuesta sube el tío Paulino tirando del borrico que rebuzna a su paso a modo de saludo. Paulino advierte, “no volváis tarde, amenaza tormenta” y señala el horizonte montañoso donde nubes algodonosas comienzan a negrear.

Javierón camina como si desfilara, las niñas corretean y saltan, Ignacio, ahora sí, observa los pájaros, escucha los grillos y se admira del trémolo de las hojas con el viento. En su cabeza las imágenes se transforman en palabras.

En el linde de la frondosa chopera Javierón les da el alto mientras indica con su dedo regordete un montoncito de tierra ennegrecida. Dice; “ahí está trabajando uno, quedaos quietos y en silencio”. Despacito, se acerca a la húmeda colina y queda a la espera. Ignacio, escéptico, frunce los labios y mira con desdén. Súbitamente el azadón se eleva y cae con violencia sobre la tierra, el terruño sale volando y con él una mancha negra. Javierón se agacha y muestra con suficiencia el cuerpecillo de un topo que chilla indignado. Las niñas, ebrias de excitación, se acercan y admiran la suavidad del pelaje. Ignacio no tiene más remedio que reconocer que su primo tiene razón. Ellas le piden otro, él se recuesta en un árbol y retoma su lectura dando a entender que ya tiene suficiente. Al rato las niñas se han aburrido y piden otra cosa. Javierón dice; “¿Queréis ver a los gitanos?” “¡Sí, sí!”, responden al unísono entre grititos entrecortados. La comitiva retoma su andadura.

El río espejuelea en reflejos atornasolados bajo el sol de la tarde estival; su antaño caudaloso cauce primaveral ha devenido en triste y lento arroyo que retoza perezoso entre los cañaverales. Los alisos y los álamos de rivera acompañan el correr del agua mientras el pájaro carpintero musicaliza el aire con su eterno picotear y el martín pescador acecha sus presas desde el ramaje.

Por el sendero herboso los niños caminan en fila y en silencio. Al llegar a un ribazo Javierón se encarama sobre el borde indicándoles que hagan lo mismo. No muy lejos, junto a uno de los ojos del puente hay un carro, y junto a él un perrillo con cara de ratón y orejas gachas que se rasca la piel pulgosa; un poco más lejos un pollino matalón se afana en espantar las moscas que le acosan.

Tapando el pétreo vano una manta de caballo cuelga desangelada; volutas de humo blanco se arraciman alrededor de sus bordes. Por un costado de la colgadura sale un niño descalzo cubierto por una sucia camisola y comienza a remover la tierra con el pie. Tras él aparece una mujerona de pechos enormes y coloridos ropajes que sin causa aparente da un pescozón al niño que se aleja enfurruñado. Una vieja vestida de negro se acerca a la mujer y poniendo los brazos en jarras gesticula alborotada mientras le regaña con semblante airado.

Ignacio graba todo en su mente, sabe que su madre, Carmen, suele ayudar a estas gentes errantes y, con los ojos cerrados, toma la firme determinación de que cuando sea escritor escribirá sobre ellos.

Apunta ya el ocaso cuando los niños regresan. Desde la cuesta, frente a la ermita, se escucha el leve y sordo tañido de las campanas mecidas por el viento regañón. Las espigadas cigüeñas, de vuelta a sus nidos, tapizan el cielo de la tarde declinante y los primeros murciélagos, príncipes de la noche, deletrean el aire con su vuelo zigzagueante y mudo.

En la puerta de la casa ronronea un motor envuelto en humo, hay que volver a la ciudad. Los adultos, nerviosos y serios, intercambian palabras entrecortadas. Ignacio arrima la oreja y recoge algunas: república, ejército, levantamiento, Mola, situación delicada? no entiende, pero presiente. Algo no va bien. No imagina que aquel día marcará sus vidas para siempre.

Es diecinueve de julio de 1936.