Compartiendo tablas con Diego Belzunegui (piano), Gorka Gaztambide (batería) y Marcelo Escrich (contrabajo), Javier Garayalde (músico, profesor, promotor...) vuelve a la capital alavesa para adueñarse el domingo a partir de las 19.00 horas de las paredes del Dazz, siendo el acceso gratuito hasta completar el aforo.

¿Cómo tiene planteado este regreso a Vitoria?

-Sabes lo que pasa, que de las clases ya me jubilé y lo que me gusta es tocar para que la gente se lo pase bien. Aunque tengo discos y composiciones mías, a la hora de afrontar un concierto como el de este domingo, donde la entrada es abierta, me gusta hacer repertorios variados, donde incluimos temas de bop, swing, algo de funky, bossa nova... vamos, que si no te gusta un tema, creo que te va a enganchar el siguiente.

Esto de tocar mientras uno pide algo, el otro va al baño... Usted, además, en su momento (finales de los 80 y principios de los 90) fue responsable en Pamplona del Cotton Club.

-Tampoco hay que ponerse en situaciones extremas, que hay alguno por ahí que escucha hablar a alguien del público dos segundos y corta. Cuando estás tocando en un bar, tienes que intentar llegar a todo el mundo y por eso, como hablábamos, tienes que pensar repertorios variados y entretenidos. Por ejemplo, a mí las baladas me encantan, pero no me voy a poner a tocar una en un bar porque la gente o se duerme o empieza a charlar. El que está en el escenario, lo que tiene que conseguir es que se fijen en él, y debe procurar que lo que está ofreciendo sea lo suficientemente atractivo como para que la gente escuche.

¿Cuando se enganchó usted a la improvisación?

-Mi primer instrumento fue la trompeta -sin olvidar el saxo, el clarinete y que he hecho algo de violín- y ya con once o doce años, lo que me llamaba era improvisar. A cualquier tema que tenía delante me gustaba adornarlo, hacerle cosas (risas). Daba igual si era, no sé, Bach, que se presta mucho, de hecho. En eso me centré, aunque la cátedra me la saqué en clásico y he tocado con orquestas como la Sinfónica de Euskadi, por ejemplo. Cuando daba clases de clásico en el conservatorio y la enseñanza de jazz no era oficial, si a algún alumno le veía aptitudes, le daba material. Todo lo que podía. Ahora hay todo lo que quieras y más, pero entonces era casi como buscar petróleo. El problema del estudiante o del músico de jazz hoy es ordenar todo lo que te llega o lo que puedes conseguir. Hay hasta demasiado. Yo, de todas formas, sigo con la misma dinámica que cuando empecé: intentar tocar, intentar aprender e intentar ponerme en el mundo.

¿Tras 60 años, la música todavía le tiene cosas que enseñar?

-Siempre se aprende, siempre. Yo, por ejemplo, ahora entro en YouTube y me encuentro con músicos a los que no conocía. Te fijas en detalles, en interpretaciones, en... y te das cuenta de la gente que, en algunos casos, ya no está y que no has llegado a conocer. John Coltrane, Stan Getz, Charlie Parker... son gente muy importante, pero la atención se ha centrado en exceso en ellos y ha habido un montón de músicos que han estado en segunda fila, intérpretes que no son peores pero a los que no se les ha hecho caso. Uno de mis mayores hobbies ahora es descubrir gente. Me pongo a buscar saxos tenores y... no te cuento lo que me puedo tirar, y no ya con músicos de ahora, que también, sino de antes. Claro, cuando empecé era muy complicado acceder a la información.

En eso han cambiado mucho las cosas...

-Los primeros libros de técnica que conseguí a finales de los 60 y principios de los 70 me llegaron por un bajista de aquí, Eduardo Medina, que tocaba en Madrid con Pedro Iturralde. Con él, Joe Moro, Vlady Bas... solíamos ir al antiguo Whisky Jazz, en Madrid, e hicimos amistad con algunos pilotos de la base norteamericana y a ellos les pedíamos libros y discos. Imagina. Si no, era tocar de oído, no había otra.

Lo que no ha cambiado es la precariedad del músico de jazz en el Estado, ¿verdad?

-Recuerdo que cuando de crío me iba a tocar con esta gente, y actuábamos con orquestas en cabarets, había mucho trabajo y se ganaba bastante bien. En el antiguo Bolero de Barcelona, en el 65 o 66, ganábamos 700 y 800 pesetas al día, que era un pastón. Un menú del día en un bar, por ponerte un ejemplo, costaba 18 pesetas. Teníamos contratos de tres o cuatro meses, y luego tenías alguna oferta para tocar en cruceros, que te daban mil dólares por tres meses. Eran cifras astronómicas. Mira ahora. Bueno, también hoy hay muchos más músicos y bastante gente que toca bien. Por contra, los locales no han ido a más y la gente joven no escucha casi jazz. Van a las músicas comerciales, que les absorben, les gustan y les hacen mover el cuerpo. Estamos en una dinámica complicada. Veo alumnos míos que están ahora por Barcelona que tocan muy bien pero que están con la camisa al cuello.

En su caso, el camino de la música está teniendo continuidad familiar...

-Sí, mis dos hijos mayores están con la música electrónica. Han estado en todo el mundo, la verdad.

Aunque ya ha dejado la enseñanza, como profesor hay que ser...

-Tienes que decir: yo estoy aquí, toco muy bien pero voy a intentar que este alumno, toque mejor que yo. Eso es algo que no hace todo el mundo. Un músico que vivía en Madrid me dijo una vez: no enseñes tanto que nos van a quitar el trabajo (risas). Mi objetivo siempre ha sido sacar gente, sabiendo que de todo el mundo se puede aprender, descubrir. La clave, si es que hay alguna, es que te sientas intérprete, por supuesto, pero también responsable de la gente que estudia contigo. Son personas que después se tienen que ganar la vida de la manera más digna posible a partir de lo que han aprendido contigo. No puedes ser sólo el músico que se cree que toca bien. De hecho, el día que digas que tocas bien, malo. Yo, por ejemplo, cuando oigo mis grabaciones, me cabreo mucho. No me gusta casi nunca lo que hago.

Bueno, está bien tener 72 años y no conformarse, ¿no cree?

-Por supuesto. Y estás que si cambio de boquillas, que si pruebo con esto, que si miro lo otro...