Durante dos años está realizando en el Conservatorio Nacional Superior de Música y Danza de París un máster -“aquí se llama 2e cycle supérieur”- en composición. “Principalmente consiste en encuentros con mi profesor, el maestro italiano Stefano Gervasoni, durante los cuales intercambiamos opiniones y reflexionamos, no solo acerca de las obras en las que trabajo, sino también sobre cualquier cuestión artística, cultural, poética o humana que pueda ser pertinente”. El trabajo es intenso y los proyectos se suceden, aunque en el horizonte cercano del gasteiztarra Daniel Apodaka también está su viaje a Madrid para tomar parte el día 20 en la final del Premio Jóvenes Compositores que organizan la Fundación SGAE y el Centro Nacional de Difusión Musical. “La música hay que vivirla, de nada sirve escribir y ya está, de nada sirve una grabación. El concierto, el rito si se quiere, es una parte importantísima del significado vital de la música, eso es lo que me interesa más que cualquier premio”.

La pieza elegida en el certamen es Riflessi sul Ghiaccio, “una pequeñísima, minúscula obra. Una pieza de una poética mínima, una expresión concentradísima. La conforman breves momentos musicales, definidos por el recuerdo, la evocación, la sencillez, la candidez”, define su creador desde una capital francesa que le ofrece “incontables maravillas” pero también “un lugar inhumano, un desolado reino del capitalismo y del marketing, de la cultura de la imagen”.

Antes de llegar aquí, eso sí, empezó a dar sus primeros pasos, en lo que a la formación musical se refiere, desde las aulas del Conservatorio Jesús Guridi. Después llegó la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del País Vasco, aunque en un momento dado Apodaka decidió dejar sus estudios en pintura para centrarse en los sonidos. “La música, la pintura y la poesía son importantes para mí. Ahora mismo estudio composición pero no me siento compositor y, aunque abandoné mis estudios de pintura, nunca sentí que tuviera que elegir entre una cosa o la otra. La idea del artista profesional no me gusta nada, me resulta incómoda y de alguna forma incomprensible. No me siento, en un sentido profano, compositor, pintor o poeta aunque no podré jamás dejar de componer, pintar o intentar juntar unas pocas palabras”, partiendo de la base, además, de que “las artes en general aportan algo a mi música en la medida en la que me aportan algo a mí como persona. La tradición y la cultura son infinitas y parte indispensable de la condición humana. Como decía aquel grandísimo pensador, el arte nos permite educar; crear un niño nuevo que luego será un hombre preparado para la vida, que es hacia donde este asunto del arte ha de mirar siempre. Si no, es simplemente basura replicada una y otra y otra vez”.

Aunque indica algunos referentes culturales (“me fascina el delicadísimo y cándido mundo de Niccolò Castiglioni, la profunda e ígnea mística de Jorge Oteiza o el velado silencio de Giorgio Morandi”), el compositor gasteiztarra apunta que “jamás me he ocupado de crear un sello ni una marca, no me interesa en absoluto. Me interesan la modestia, la simplicidad, la sinceridad...”. “Mi imaginario musical, como el de todo el mundo, lo conforman recuerdos diversos maravillosamente conectados por los azaroso e íntimo de las experiencias individuales. La evocación en este sentido es algo interensantísimo cuando hablamos de música, no podría pensar en una obra que no estuviera abierta hacia el oyente. De otro modo, ¿qué sentido tendría ir a un concierto? Encuentro muy pobre pensar en la música como una actividad individual, aunque sí íntima. No puedo entender cómo se podría escribir música para uno mismo”.