Detrás de cada libro escrito en lengua extranjera, hay un ser invisible; un alma que vaga entre líneas con creatividad en los bolsillos, que hace malabares con las palabras, que baila al ritmo que marca la página, que coquetea con los efectos extraños de una lengua forastera, para hacer accesible en un idioma conocido lo que en primera instancia se antojaba inalcanzable.
Los invisibles, los que no suelen ser recordados, consiguen que los lectores fantaseen con la idea de que un día leyeron al autor que llegó a la cúspide del realismo ruso. Y lo hicieron, pero a través de la peripecia del lenguaje que demostraron y del trabajo atento que hicieron los traductores, los que siempre han permanecido en la sombra.
Gerardo Markuleta, Maialen Marin Lacarta y Xabier Olarra, encargados de convertir esos textos literarios escritos en lengua extranjera -como el inglés, francés o chino- en euskera y castellano, salen de ella para hablar sobre su oficio y todos los debates suspendidos alrededor.
A la hora de enfrentarse a una traducción, siempre se intenta conseguir un equilibrio entre la fidelidad al texto original y la aportación del traductor para que el lector pueda entenderla y disfrutarla. “Un traductor ha de ser atrevido pero lo suficientemente inteligente como para no convertir la obra original en otra cosa”, argumenta Olarra, al tiempo que explica que hay que partir del hecho de que todas las lenguas no tienen los mismos recursos para interpretar la realidad, así que es posible que los traductores utilicen otros que no haya utilizado el autor. “Pero se trata de acercarse lo más posible a la obra original”, añade.
Markuleta opina que “hay que ser atrevidos pero solo en la medida en que lo exija la distancia que separa la lengua de origen y la de llegada”. Continúa diciendo que no se trata de que el texto traducido “suene bien” sino de que “suene parecido”. Marin Lacarta, conocedora del pulso que mantienen la traducción literal con una más libre, explica que cuanto mayor es la distancia entre las lenguas, más creativo hay que ser. En su caso, que traduce del chino, encuentra dificultades: “Si yo cogiera una frase china y la tradujera al castellano palabra por palabra, no entenderías lo que estoy diciendo”.
Olarra ahonda en la creatividad, y por ende, en la posibilidad de dejar una huella en el texto sobre el que trabajan: “Un traductor es un escritor en la medida que escribe un texto que es suyo. No obstante, la parte que tiene de creación es limitada”. Markuleta, por su parte, añade que hay indudablemente una parte creativa, ya que (re)escriben textos que no existían en la lengua de llegada. “Será inevitable que dejemos huella en el texto traducido, pero en cuestiones menores, por ejemplo, la elección de léxico entre sinónimos”, ejemplifica.
la obra “fosilizada” Una obra original es capaz de perdurar en el tiempo, sin descuidar su esencia desde el instante en que fue creada. En cambio, las traducciones necesitan ser renovadas. Markuleta explica que el texto original queda “fosilizado”; envejece pero queda tal como lo publicó su autor. Sin embargo, los textos traducidos “se alejan del lector contemporáneo a mucha mayor velocidad que los originales, por eso se siguen haciendo nuevas traducciones, fundamentalmente de los clásicos”, aclara el traductor.
Xabier Olarra ha sido la voz en euskera de grandes maestros de la literatura como James Joyce, Raymond Queneau, William Faulkner o Ambrose Bierce. Ha traducido libros “muy enrevesados” como Ulysses o Ejercicios de estilo, pero son los que “más alegría te dan cuando terminas el trabajo”. En el caso de Markuleta, la complejidad no ha viajado al extranjero: “Sonará extraño, pero algunos de mis trabajos más difíciles han sido traducir al castellano algunos poemas muy conocidos de Bitoriano Gandiaga o hacer lo propio con unas viejas coplas de Xabier Amuriza que canta Mikel Urdangarin en su último disco”. Sin embargo, apunta que la traducción que casi acaba con él fue Molloy, de Samuel Beckett, y no por la dificultad de su francés, sino “por las trescientas páginas largas de prosa inerte y depresiva”.
Marin Lacarta traduce textos de obras literarias chinas tanto al euskera como al castellano. La responsabilidad debe ser mayor cuando cae en tus manos un texto de un premio Nobel. “Traduje a Mo Yan al euskera para Elkar y fue gratificante, no solo porque traduje a un Nobel, sino porque era lo primero que hacía al euskera y fue una maravilla”, cuenta. La dificultad con la que parte ella al traducir es la gran variedad de usos de la lengua china y los registros distintos que tiene: “Sobre todo es una lengua que exige muchos años de estudio y que es más difícil de dominar. Además de ser muy distinta al castellano”, asegura la traductora.
Otra de las trabas, según apunta, es el desconocimiento de la literatura china en el Estado, también por parte de las editoriales. “En este caso, los traductores desempeñamos un papel aún más importante porque si traduces del inglés los editores te contratan y te ofrecen encargos. En cambio del chino, me encuentro con la responsabilidad de tener que contactarlos y hacer propuestas porque sé que si no lo hago, esos libros no van a llegar a los lectores”, declara.
un autor, una voz Los tres protagonistas están de acuerdo en que es “conveniente” que un autor tenga una sola voz en la versión traducida, pero según dice Olarra, a veces eso “es imposible”. Marin Lacarta recalca que un traductor que ha traducido varias obras de un mismo autor y que conoce bien la obra tiene “cierto terreno ganado pero nadie te asegura que ese sea un buen traductor”. Además, ella cree que lo enriquecedor de las traducciones es que cada traductor va a ofrecer algo distinto. Markuleta es de la opinión de que hay casos en que la duradera colaboración entre autor y traductor ha dado “grandes frutos”, pero en el caso de los clásicos resulta imposible por el paso del tiempo: “Las obras de los clásicos no mueren, pero los traductores sí”.
Algunos dicen que es un trabajo poco reconocido. Sobre este tema, Markuleta opina: “Lo que los traductores piden no es un reconocimiento social con oropeles y alharacas, sino el reconocimiento de un trabajo intelectual bien hecho. Les bastaría con que los lectores conozcan y reconozcan a los buenos traductores y apoyen su difícil trabajo”.
Caminan con decisión por una vía ya trazada sabiendo que su huella terminará por ser invisible en esas páginas ajenas, pero convencidos de que el trabajo que hacen traduciendo literatura de cuna foránea llega a los lectores y de que estos, finalmente, serán conscientes de que siempre hay alguien que respira detrás de esas letras.