parís - La figura taciturna, de boina calada y barba recortada, con que se recuerda a Pío Baroja, asomó por primera vez en 1899 en París, ciudad que nunca dejó de buscar y que jamás logró conquistar, una experiencia que ahora recupera una ruta literaria del Instituto Cervantes.
Inhóspita y atrayente desde el principio, París acogió al escritor vasco durante tres meses, la mitad de la duración prevista en principio por Baroja (1872-1956), que regresó con un billete de vuelta pagado por el Consulado de España en París. Fue la primera de muchas visitas -no menos de 15- del francófilo Baroja, que consideraba que los escritores de provincia debían salir a Madrid para formarse, y más tarde, emprender camino hacia tierras foráneas.
En París conoció el novelista incipiente a los hermanos Antonio y Manuel Machado y al precursor del Modernismo en poesía, Rubén Darío. “No sabía bien a qué iba, únicamente a probar fortuna”, escribiría años más tarde en sus prolijas memorias un Baroja que situó 27 de sus novelas en la ciudad de Víctor Hugo y de los autores realistas decimonónicos que tanto admiraba. “Un caso excepcional en la literatura española, poco conocido del gran público”, señala el escritor José Manuel Pérez Carrera, autor de la reciente ruta que dedica el Instituto Cervantes de París a Baroja.
Carrera cita Los últimos románticos y Las tragedias grotescas como ejemplos más significativos del apego de Baroja por una urbe donde jamás consiguió esculpirse un nombre ni abrirse hueco entre los relumbrones de la cultura gala, para su gran desazón.
El itinerario traza la huella de Baroja en lugares como el Café de Flore, al que el literato solo pudo permitirse asistir en sus últimas y más pudientes temporadas en París, el Museo del Louvre, la Sorbona, el restaurante La Closerie des Lilas y el Colegio de España. En la pinacoteca se entusiasmó con los lienzos de Botticelli, mientras que en la Sorbona dictó ante los estudiantes de español una conferencia sobre las claves de su propia obra que supuso uno de los pocos homenajes que recibió al otro lado de los Pirineos, donde no llegó a frecuentar a los prebostes de las letras galas. El desinterés se extiende, según Pérez Carrera, a otros escritores patrios, ya que mientras el cineasta Luis Buñuel, el pintor Pablo Picasso o el músico Joaquín Rodrigo se dan a conocer en París, pocas plumas nacionales lo logran. Algo debido en parte a su “provincianismo” literario, que les lleva a centrarse en preocupaciones propias de la sociedad española, razona Pérez Carrera, aunque un despechado Baroja argumentará que “los franceses son maestros en vender lo suyo y despreciar e ignorar lo demás”.
Tras huir en 1936 de la Guerra Civil, se instaló en el Colegio de España, el lugar de Francia donde más tiempo seguido permaneció y donde coincidió con el escritor Azorín, el filólogo Ramón Menéndez Pidal y el médico Gregorio Marañón. Cerca de tres años que recoge en el volumen titulado Aquí París y en los que vivió acosado por las penurias, al contar únicamente con los trescientos francos que conseguía por un artículo mensual en el diario bonaerense La Nación.
En sus ratos libres, el asiduo paseante que era Baroja se convirtió en una presencia errante que se detenía con frecuencia en los puestos de libros a orillas del Sena. Pero si su curiosidad le llevó a atravesar con sus pisadas el mapa completo de la ciudad, el territorio literario del autor queda acotado a la margen izquierda del río. “Para él, más allá del Sena no había nada. Le interesaba sobre todo el Barrio Latino, era el lugar que realmente conocía”, desgrana Carrera. Y donde, 60 años después de su muerte, pueden seguir su pista los lectores contemporáneos.