Hace unos días leí, estupefacto, en un diario de mi ciudad natal que las nuevas autoridades municipales coruñesas se proponen prohibir, ellas sabrán por qué, los puestos callejeros en los que se venden, entre otras cosas ricas, almendras garapiñadas o, como dice todo el mundo, “garrapiñadas”.
Como sin duda saben todos ustedes, garapiñar es, básicamente, bañar golosinas en un almíbar que las recubre y forma grumos. Se pueden garapiñar muchas cosas, pero seguro que el más conocido de estos productos son las almendras garapiñadas, uno de los emblemas gastronómicos de la ilustre ciudad de Alcalá de Henares.
Alguna que otra vez, en mis viajes infantiles a Madrid, mis tíos me llevaban a la ciudad cervantina; uno de los rituales imprescindibles era acercarse al torno del convento de las Clarisas de San Diego y adquirir una cajita de esta deliciosa golosina. Bueno, nunca era sólo una.
El de las almendras garapiñadas es uno de los aromas callejeros más agradables. Incita. En La Coruña, en los jardines de Méndez Núñez, se instalaba un puesto cuyo aroma llamaba a distancia. Uno llegaba, pedía sus almendras, se las ponían en una bolsita de celofán y se iba tan ricamente tomándose sus almendras en plan peripatético.
Por supuesto, a esto no le llamaba nadie street food, ni el carromato de tracción humana en el que se preparaban y despachaban se conocía como food truck. No sería comida callejera, pero sí golosinas callejeras, y está claro que llamar camión al puesto ambulante en cuestión sería una exageración.
Había más “comida callejera”. Naturalmente, los carritos de helados, donde los críos nos comprábamos aquellos productos, cuya mayor virtud era que estaban fríos y dulces, pero que a nosotros nos encantaban. Fueron desplazados por los puestos más estables de marcas conocidas, de las que Ilsa Frigo es parte de la infancia de muchos de mis coetáneos y sale hasta en El Jarama.
En las fiestas, cerca de tiovivos, coches de choque y demás atracciones, no faltaban puestos en los que se vendían rojas y brillantes manzanas cubiertas de caramelo, rodajas de coco, espectacular algodón de azúcar, de alguna manera precursor de las espumas y aires de Ferran Adrià... Una sucesión de dulces y asequibles tentaciones para un niño y, seamos sinceros, para quienes hacía tiempo que habían dejado de serlo.
En invierno, naturalmente, los carritos de helados desaparecían; pero llegaban los, para mí, más emocionantes de todos: las locomotoras de las castañeras. ¡Castañas asadas! ¡Qué delicia! También su aroma llamaba desde lejos. Se acercaba uno al puesto y compraba su cucurucho de castañas, calentitas; recuerdo que de cuando en cuando las castañeras voceaban su producto al grito de “¡Ala, que van fervendo!” (¡Hala, que van hirviendo!)
Este grito contrataba con la casi clandestinidad con la que, en pleno corazón de la ciudad, en la calle Real, aquella de la que George Borrow dijo que estaba empedrada de mármol por la limpieza de las losas de su pavimento, se podía acercar al viandante una mujer, normalmente mayor, que portaba un cubo (un balde, decíamos en una ciudad marinera) cubierto con un paño blanco y, casi en susurros, preguntaba, levantando un pico del paño para mostrar fugazmente su mercancía: “¿Querían percebes?”
Tengo que ponerme ciceroniano y entonar el clásico “O tempora, o mores” de la primera catilinaria pronunciada en el Senado romano por Marco Tulio Cicerón. Tiempos y costumbres perdidas en nombre de la modernidad y ahora, al parecer, de la higiene y la salud públicas.
Un cucurucho de castañas era lo mejor de la estación fría. Solían empezar a aparecer en noviembre, por Todos los Santos o por San Martín. Un día frío, con viento del mar y una lluvia dulce, pero empapadora, encontrarse con la castañera de turno era una gozada. De niños íbamos con el cucurucho en la mano, quemándonos los dedos con la impaciencia; al crecer, echábamos las castañas, literalmente “fervendo”, en los bolsillos del abrigo, en los que metíamos las manos para calentarlas.
tradición Las castañeras todavía, que yo sepa, no han sido erradicadas del paisaje urbano coruñés; pero, visto lo visto con las garapiñadas, salvo que esas autoridades consideren que las castañas son algo muy gallego, algo muy tradicional y arraigado. Espero, por el bien de las castañeras y de mis paisanos, que del palacio de María Pita no salga un ucase declarándolas fuera de la ley.
Paradójico, ¿no creen? En todas partes ha nacido una impresionante afición al street food y a los food trucks, que hasta han tenido programa propio en alguna televisión, y por otra parte se eliminan esas cosas que se preparaban en la calle, en aquellas vistosas calderas de cobre las garapiñadas y en las preciosas locomotoras las almendras.
¿En nombre del progreso? ¿Es progreso eliminar estas tradiciones, que han formado durante muchísimos años parte del paisaje urbano? ¿O es que cuando se habla de la pequeña y mediana empresa se soslaya a estos mínimos empresarios que ofrecen su mercancía a los transeúntes? No puedo evitar decirlo: me parece una barbaridad, por supuesto propia de polítiquillos. Qué pena.