en casa de Toti Martínez de Lezea. Temo en varias ocasiones que la entrevista no llegue a su fin: la puerta de la casa está siempre abierta y constantemente entran y salen personas, todas ellas muy amables, eso sí, que se lanzan a alguna obra en el jardín o a algún otro quehacer. También está su madre, que nada más verme, comienza a sonreír. Y la hija, y la nieta y el yerno, un amable ingeniero sirio listo para marchar ese mismo día a China. Y el fotógrafo. Mientras tanto el marido de Toti, discreto, como si fuera consciente del pequeño caos, me acompaña amable y conversa sobre la historia de la casa. Por fin vuelve Toti.

Estoy aquí porque siempre me ha gustado su sonrisa.

-Es heredada de mi madre y de mi abuela.

¿Qué aprendió de su madre, una vitoriana a la que ha traído a vivir a Larrabetzu?

-Cierta filosofía de la vida y el buen humor. Y una y otra han repercutido en su buena salud, pues tiene 93 años.

Su madre fue campeona de natación. Su padre le enseñó a nadar a raíz de que una hermana muriera ahogada y él la encontrara en el río Zadorra cuando tenía catorce años.

-El deporte y la competición es parte de mi infancia. Recuerdo los ánimos del público: “Toti,Toti”. Disfrutaba. Aprendí lo que significaba la disciplina: me entrenaba todos los días del año. Me gustaba la braza, el placer de deslizarme sobre el agua, no pelearme con ella. Pero si he de decir la verdad, hubiera deseado ser música.

Pero un día, tras haber escrito guiones y cuentos, le dijo a alguien: “voy a escribir una novela”. Su interlocutor no le creyó. Fue lo mejor que pudo hacer: retarla. Salió la nadadora.

-Pero también me di cuenta de la dificultad: se trata de que esas páginas vayan para arriba. Un reto, sí, pero sólo he aceptado retos posibles. He visto a hombres sufrir por un ideal que no han conseguido. Las mujeres vivimos el día a día. El hombre es más soñador.

La mujer práctica, la que se desliza.

-Las mujeres somos prácticas. La no búsqueda de lo imposible. No hay que malgastar esfuerzos.

Otros momentos de su vida?

-El día en que mi padre, siendo yo una cría, me dice que tengo que ir a Francia a aprender francés. -Me fijo ahora en su madre, a la que miro como diciéndole que qué pensaba ella- “Fue cosa de padre e hija. Los dos se entendían muy bien”, me dice.

Y el encuentro con Alberto?

-Nos casamos sin apenas haber sido novios. Tengo que decir algo que va a sorprender: no hemos discutido más allá de cinco minutos y sólo en alguna ocasión. Hemos practicado la paciencia y el buen humor. Él nunca ha leído una novela mía, aunque sabe de qué van. Le duermen las novelas. Su mundo es diferente: son los ensayos, es la filosofía. Pero cuando le he dicho “voy a hacer”? lo que sea. La respuesta siempre ha sido, “vale”. Cada uno tiene su mundo propio y hay otro en común. También es mi conductor.

Le aseguro que han sido muy pocas las personas que han conseguido no conducir a la largo de su vida, y le hablo de Mitxelena, Caro Baroja y pocos más, auténticos privilegiados, en mi opinión.

-Intenté conducir, pero me distraigo. Si algo no me interesa me distraigo enseguida. Alberto me dijo una vez: “Mejor que cojas un taxi”.

O sea, que si no le interesa se va?

-Pero teníamos en común querer vivir en un pueblo euskaldun, tener una casa que restaurar, una huerta y un jardín.

Y lo ha conseguido. En realidad, lo ha conseguido todo.

-Sí, he podido hacer lo que he querido. Pero porque no he pedido nada que no pudiera conseguir. Escribí la primera novela, que era La Abadesa, pero me dije que para ser escritora tenía que escribir más de una. Entonces la guardé y escribí otra, La calle de la Judería. Me rechazaron en el momento oportuno; luego se publicó.

Y hasta hoy, que ha vendido un gran número de ejemplares de libros. ¿Qué habría sucedido si el público no le hubiera seguido?

-Habría hecho otra cosa. Lo importante es tener proyectos, varios y diferentes.

Alguien diría que también ha tenido suerte.

-Y es verdad, porque hay cosas que no han dependido de mí; yo no elegí a mis padres, quienes fueron capaces de tomar decisiones buenas para mí, que me han apoyado siempre. Pero también les demostré que no era ni vaga ni tonta.

La familia es muy importante.

-Mis padres me han enseñado, por ejemplo, que no merece la pena enfadarse, el dejar marchar y el amor por la tierra en la que has decidido vivir. Se habla mucho de globalización. Lo primero que uno ama es lo que tiene delante. El amor a lo que no lo está viene poco a poco. Y llegas hasta donde llegas. Apreciar tu país, disfrutarlo, conocerlo. Tenemos la suerte de tener un país maravilloso. Y si no estás contento y te estás quejando todo el día, es mejor marchar.

¿Todo eso tiene algo que ver con la felicidad?

-La felicidad tiene que ver con no pedir lo que no se puede lograr, con adecuarse, con no compararte con otros y ver que puedes vivir de lo que ganas y que tienes buena salud. Mi felicidad son las cosas pequeñas, diarias. No a la envidia y la ambición. Eso es un desastre. Todo eso lo he heredado de mi madre. También a saber dar las gracias.

La literatura es su vida diaria, y sin embargo no es la literatura un mundo particularmente exento de envidia y ambición.

-Me caí del guindo enseguida. Al principio traté de tener amistad con escritores, en el afán de aprender. Lo dejé. Mis amigos escritores hoy son cuatro. Mi ligazón es con mis lectores. ¿Qué más puedo pedir?

¿Le preocupa envejecer?

-Me gustaría seguir como estoy, pero sé que la vida es lo que es. Mi madre es un ejemplo de cómo se ha ido adaptando. Supongo que me iré adaptando. No se puede pedir más.

¿Se arrepiente de algo?

-De nada. La verdad es que tampoco me pongo a examinarme. Lo que no tiene remedio, no tiene remedio. No quiero perder el tiempo. La vida es también como el tiempo: a veces bueno y otras malo, y se trata de responder a lo que viene.

¿Duerme bien?

-Duermo de cine. Sueño mucho y, además, a veces me acuerdo de lo que sueño. Ayer por ejemplo estuve discutiendo de religión con el papa. Resultó muy interesante.

¿Es persona religiosa?

-No. Si no tienes capacidad de entenderlo, entonces no veo la razón para ocuparse de ello y perder el tiempo.

Decía antes que daba las gracias. ¿A quién las da, entonces?

-A las personas, a la vida. No puedo dar las gracias a un ente divino cuando veo el sufrimiento y la falta de salud de tantos seres humanos.

¿En qué confía cuando tiene una crisis en el momento de estar escribiendo un libro?

-Confío en la imaginación y en la propia historia; hay un momento en que los personajes cobran vida propia. En ese momento recobro la confianza. Y con los comentarios de la gente, esos guiños, esas frases en un momento dado, el descubrimiento de que el taxista que te está llevando te pide que le firmes tu libro que casualmente está leyendo es esos momentos.

¿Cómo sabe que lo está haciendo bien?

-Cuando disfruto, cuando noto el reto de no hacer lo mismo, cuando observas que hay muchas posibilidades y algo se rebela en ti diciendo que no puedes escribir la misma novela. Y en ese momento sientes que estás viva.

Merece la pena lo que hace, pero ¿en qué consiste la pena?

-La pena es el esfuerzo. Horas de trabajo diario. Pero tampoco es para tanto cuando disfrutas con lo que haces.

Nacida en Vitoria-Gasteiz en el año 1949.

A los 15 años va a Francia, a los 17 a Inglaterra (donde vive tres años), luego a Alkiza a aprender euskera. Ha vivido también dos años en Alemania. Ya casada vive otros tres años en Francia.

Ha trabajado muchos años como traductora.

Campeona vasco-navarra de natación.

A los 25 años descubre Larrabetzu, donde nace su segundo hijo, y pueblo donde vive y al que adora, por su trabajo en común, su tranquilidad y su carecer independiente.

“Todas las novelas tienen un momento”, dice. ¿El de la ‘Casa de Judería’?... “la petición del frasco rojo”.

Sufre con algunos de sus personajes, especialmente con el sufrimiento de algunas mujeres en nuestra reciente historia.

Momentos especiales en una novela: una madre hablando a su nieta, a su hija, o a su esposo. Nota que algo se vuelca.