El cine francés -su industria y sus poderes- crece en Europa de manera imparable y exponencial. Dentro de pocos años, a este paso, todo el cine europeo será francés o no será europeo. Ni Alemania, ni Italia, ni Gran Bretaña, ni tampoco, por supuesto, España, pueden rivalizar con una cinematografía apoyada por su Gobierno y sostenida por su público. En ese cine francés conviven los longevos supervivientes de la nouvelle vague, todos ellos octogenarios, todos ellos fieles a su ideario de cine de autor, junto a los comerciantes de un cine como el que Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? representa. Allí hay sitio para todos y todos salen ganando. En el caso de la película de Philippe de Chauveron, 12 millones de espectadores la auparon al nivel que aquí ha tenido Ocho apellidos vascos. En ambos casos estamos ante obras que buscan la hilaridad por la vía directa de pulsar burdamente las contradicciones de la sociedad de nuestro tiempo.

Chauveron subvierte, como en el filme de Emilio Martínez Lázaro, el fundamento social: la familia. Lo que en la película eficazmente escrita por Cobeaga y San José, se atrincheraba en las contradicciones del nacionalismo, español y vasco, unidos en una boda ¿improbable?; en esta película se multiplica por cuatro, toda vez que el guión parte de la hipotética e improbable idea de que las cuatro hijas de una familia tradicional, gaullista y católica de la Francia más rancia, se casen respectivamente con un judío, un árabe, un chino y un africano, hasta el punto de poner contra las cuerdas la estabilidad de los reaccionarios padres que contemplan cómo su Francia está cambiando. Boicoteada en el mundo anglosajón por racista, la falta de tacto y de sutileza de su director no es mayor que la de la mayor parte de ese cine populista que EEUU vende a medio mundo. El modelo, es evidente, busca reeditar éxitos como Intocable y Bienvenidos al Norte. No es mejor que esos productos, pero tampoco ellos eran precisamente buenos.