Una de las preguntas que se nos hace con más frecuencia a quienes nos dedicamos a escribir de estas agradables materias de la comida y la bebida es la relativa al acompañamiento líquido de tal o cual plato: "¿qué bebes tú con..?" Por ejemplo, con un rico gazpacho. Mi respuesta es clarísima e invariable: yo con el gazpacho bebo gazpacho. ¿Para qué otra cosa? Beba lo que beba, el vino va a invadir al gazpacho y distorsionarlo. Y viceversa.

Quien dice gazpacho, dice cualquiera de las sopas frías habituales, o menos habituales: en casa, con los calores, se hace con frecuencia una versión propia de tsatsiki, sopa de pepino y yogur de lo más refrescante y ¿qué vino va a ponerle uno al pepino, sin destrozar el vino y el pepino? Me temo que, en este terreno, vivimos de sólidas convicciones que no por arraigadas dejan de ser obsoletas. Nuestras comidas de hoy no exigen combinar cada plato con varios sorbos de vino. Los menús creativos no lo necesitan; los platos de dos o tres bocados no se rompen con uno o dos buchitos de vino. No bebemos con los platos del menú: bebemos entre platos.

Y ahí no hay reglas, no hay dogmas, no hay normas. En la época gloriosa de El Bulli, Juli Soler, alma de aquella casa, reconocía que era imposible ajustar los vinos a los platos de Adrià, y recomendaba lo ya dicho: beber entre plato y plato. Y para eso, añadía, lo mejor era un cava, o un champaña. Yo, desde luego, era lo que hacía; y no sólo porque esos vinos vayan prácticamente con todo, sino porque eran vinos "de intermedio", que era de lo que se trataba. Me gusta la idea y cada vez la practico más. No dejo que una cosa interfiera y disturbe a la otra; disfruto de un vino que me gusta, pero entre platos. Y lo disfruto plenamente, sin condicionantes. Ya digo que es sólo mi opinión, pero una opinión fruto de muchos años de muy variadas y complejas experiencias en este terreno.

gusto Normas fijas. No hay. Bueno, sí: una, que las normas están ahí para saltárselas, como las estadísticas están para romperlas; dos, que en cualquier caso el gusto está por encima de la norma. Y el gusto cambia, normalmente a mejor. Me pasó, por ejemplo, con los callos. Yo no concebía más compañía para ellos que un buen tinto. Cuando leí en El Practicón, de Ángel Muro, que los callos "se toman muy calientes, y con mucho vino blanco, y se chupa uno los dedos?" pensé: "¡qué barbaridad!". Algo después recordé esa recomendación, y me dije "¿por qué no probarlo?". Elegí un chardonnay fermentado en barrica. Fue una revelación: cómo el vino armonizaba con la gelatinosidad, cómo matizaba el picante, cómo subrayaba los toques de especias... Hoy bebo siempre blanco con los callos; pero, por supuesto, si usted prefiere un tinto, no tengo nada que objetar.

Hay cosas que, sinceramente, creo que son imposibles para un vino: las alcachofas, los espárragos, el 90% de las ensaladas, la mayor parte de las frutas, incluyendo el melón con jamón. Son cosas que interactúan con el vino, lo que va en detrimento de ambos. Es como esa vieja costumbre española de pedir "un poco de queso para acabar el vino"; el vino suele ser un rioja, un ribera; un tinto, en cualquier caso. Y se cuentan con los dedos de la mano los quesos que pueden afrontar un tinto, y al contrario: es un choque de trenes, y acaba siempre mal.

perfección Sucede que periódicamente tal o cual Denominación de Origen lanza una campaña sugiriendo que sus vinos son perfectos para, por ejemplo, un gazpacho; y siempre hay algún crítico que se hace eco de la petición de ayuda. Flaco favor le hacen a esos vinos, y más flaco aún al gazpacho. El tomate y el vino no se entienden demasiado bien; al fin y al cabo, no se conocieron hasta el siglo XVI.

Por supuesto, nadie le impide tomarse una copita de fino, o de cava, como aperitivo, antes de comenzar con su gazpacho o su ajoblanco. Ni pasarse al vino elegido para la comida, después. Pero, de verdad, lo mejor es no mezclar ambas cosas: le sabrán muchísimo mejor por separado. Lo dicho: cuando gazpacho, gazpacho; y cuando hay vino, vino.

Disfruten del buen vino por él mismo. Al fin y al cabo, si la enfermiza obsesión por la salud pública (quién lo diría) de nuestras autoridades les lleva a aprobar las normas que adelantaron ya algunos medios, acabarán consiguiendo lo que tanto parecen desear: hundir al sector vitivinícola, con todo lo que eso conlleva económica y culturalmente. Esperemos que se imponga la cordura o seremos la última generación que disfrute del vino en nuestro muy vinícola país. Así de duro, y así de claro.