aacabamos de conmemorar el 75 aniversario de la muerte del gran poeta Antonio Machado. El 27 de enero de 1939 salía por la frontera de Portbou hacia Francia. Era una tarde en la que hacía mucho frío, racheaba inmisericorde viento con lluvia; su anciana madre, de 88 años, con el venerable cabello cano mojado, era llevada en brazos por uno de los que acompañaban a la familia. Miles y miles de personas caminaban al exilio formando una cadena humana, miles de perdedores de una guerra fratricida donde había reinado el odio y la venganza. Moriría en Collioure, pobre y exiliado, el día 22 de febrero. Tres días después fallecería su madre.
Antonio Machado (Sevilla, 1875) provenía de una familia de intelectuales formados en las corrientes europeas francófilas y progresistas. Machado es una de esas figuras en las que corren parejas la ética y la estética. Puede uno ser un eximio artista y, a la vez, resultar una piltrafa en su dimensión moral. En Machado se unen su altura de poeta universal con la dimensión de su comportamiento ético. Se ensamblan perfectamente la ética con la estética. Un hombre pleno.
Había enarbolado la bandera el 14 de abril de 1931 en el Ayuntamiento de Segovia saludando el advenimiento de la República, como lo hizo Unamuno en Salamanca. Se celebraba la despedida de un rey prescindible y la llegada de la II República, que nacía después de una votación democrática y sin derramamiento de sangre, cosa sorprendente en la historia de España. El pueblo había depositado su confianza en el nuevo Gobierno -nada revolucionario- que pretendía una serie de cambios en orden a modernizar el país, que estaba en el más absoluto retraso respecto al desarrollo intelectual e industrial europeo.
El artículo 26 del programa de la República pretendía la laicidad del Estado, la separación de poderes con la Iglesia, que el matrimonio válido fuera únicamente el civil, la ley del divorcio o impuestos de la Iglesia. Inmediatamente clamó la alta jerarquía de los obispos incitando a una santa cruzada, junto a los grandes terratenientes, la burguesía, las corrientes conservadoras y las viejas figuras del Ejército, que no estaban por la labor de dar derechos al pueblo llano y sí mantener sus prebendas seculares. Durante cinco años se fue fraguando el golpe de Estado, con la incompetencia de unos y de otros. Y finalmente estalla la guerra, se instaura la locura más despiadada y ya es inútil pedir un raciocinio en los hechos.
Por más que le invitan a salir de un Madrid acorralado por las fuerzas alzadas, Antonio Machado se niega, quiere seguir fiel al destino del Gobierno legítimo. En noviembre del 36 le obligan a marchar y sale en unos autobuses donde va lo más granado de la intelectualidad española. En la salida se hace acompañar de toda la familia. Lo trasladan a la localidad valenciana de Rocafort, donde en los dos años que permanece será la pluma que se alza para sustentar al Gobierno legítimo. Ve con dolor cómo la mayoría de los intelectuales que habían firmado con él su adhesión a la República poco a poco van dejando al Gobierno para pasarse al lado de los levantiscos. Él no, él mantiene su postura de fidelidad y se enorgullece de ser su soldado con la pluma.
Le van fallando las fuerzas, está enfermo, trabaja incansablemente, fiel a sus ideas democráticas. Cuando las fuerzas enemigas van avanzando, se traslada a Barcelona, donde sigue escribiendo.
Cuando caen Tarragona y Barcelona, se ven obligados a salir huyendo en medio de bombardeos inmisericordes. Finalmente parten en una ambulancia hacia la frontera. Llega un momento en que no pueden avanzar y los últimos 500 metros los tienen que hacer a pie. El poeta no puede casi andar y su anciana madre es llevada en brazos. Le espera la muerte en el exilio, símbolo de lo que había sido aquella contienda, una terrible guerra entre hermanos.