Si le hablan de burbujas, ¿qué imagen se le viene a la mente? Porque las burbujas, hoy por hoy, tienen dos imágenes, opuestas, contradictorias. Por un lado, la pésima imagen derivada de su asociación a una gran crisis: la burbuja inmobiliaria. Por otro, la imagen de alegría que dan las burbujas en el champaña, en el cava...

Burbujas. Sencillamente, dióxido de carbono, antes llamado anhídrido carbónico. Ciertamente, es irrespirable; más bien, lo que pasa en una atmósfera de dióxido de carbono no es que uno se envenene, como sucedería con el monóxido de carbono, sino que, sencillamente, no habría oxígeno, y sin oxígeno va uno y se muere. Vamos, que lo de burbuja inmobiliaria está bien traído.

Pero a nosotros, las burbujas que nos interesan son las otras, las que solo son dióxido de carbono. Hay que reconocer que, hoy por hoy, hay más burbujas sin alcohol que con alcohol. No hay más que pensar en la cantidad de aguas con gas que están en el mercado... y en todos los refrescos con burbujas, que son multitud.

Curiosamente, el inventor del agua carbonatada, el agua con gas, no se lucró de su hallazgo: era demasiado altruista. Joseph Priestley, que así se llamaba este hombre, vivió en el siglo XVIII y fue un verdadero ilustrado: era teólogo y científico, dos cosas que hoy se juzgan incompatibles. Descubrió el oxígeno, aunque no le llamó así, sino gas desflogistizado, dejando la gloria y el bautizo a Lavoisier.

Agua carbonatada, agua de Seltz (de la villa alsaciana de ese nombre), soda, agua con gas, refrescos con gas... Priestley, como decimos, no obtuvo beneficios de su descubrimiento; el que sí lo hizo fue el alemán afincado en Suiza Johann Jakob Schweppe, que fundó la empresa que todos conocemos en Ginebra, en 1783 (el agua tónica debió esperar a que, en 1870, la firma añadiese quinina al agua carbonatada).

Bueno, el caso es que hoy casi nadie conoce a Priestley (a este Priestley, al menos) y pocos saben de la existencia de Herr Schweppe. Pero todo aficionado al vino, sobre todo si ese vino tiene burbujas, sabe quién era el fraile llamado Dom Perignon.

Pierre Perignon nació, en 1638, en una ciudad que se haría famosa por una receta de manitas de cerdo: Sainte-Menehoulde. Ingresó en la orden benedictina, y acabó recalando a los 30 años en la abadía de Hautvilliers, en el corazón de la Champagne. Allí fue cillerero, o sea, encargado de la despensa y la bodega. Y allí, según parece, realizó su descubrimiento: la segunda fermentación, en botella, del vino.

Vamos por partes. El vino, en un principio, contiene dióxido de carbono; en la fermentación, por la acción de un hongo del género Saccharomyces, la glucosa se rompe dando origen a etanol o alcohol etílico y a dióxido de carbono. Lo normal es que este gas se escape... aunque muchas veces nos lo encontremos en vinos jóvenes, o recién embotellados: son los vinos que llamamos de aguja, en los que el gas es más perceptible en la boca (cosquilleante) que a la vista.

A Dom Perignon se le atribuye el haber sometido al vino de Champagne, conocido ya por los romanos, a esa segunda fermentación, mediante la adición de azúcar. En este caso, el dióxido de carbono, encerrado en una botella tapada, no tiene vía de escape, y permanece en el líquido en forma de burbujas... que provocan la salida escandalosa de espuma y vino que se produce cuando no se sabe abrir una botella de champaña o, como en los podios de fórmula uno, se abre mal (y se agita, cosa que jamás ha de hacerse con estos vinos) precisamente para conseguir ese efecto.

Conste que hay autores que ponen en duda que fuera Dom Perignon el inventor de la segunda fermentación; pero, en cualquier caso, la fama, tal vez acrecentada porque su nombre aparece en la etiqueta de uno de los champañas de más prestigio general, seguirá siendo de este benedictino.

Por supuesto, con la aplicación de la segunda fermentación no bastó para obtener un champaña como el que bebemos ahora. Para empezar, había que evitar que las burbujas tomasen las de Villadiego, poniendo en la botella un tapón capaz de evitarlo: así se impuso el tapón de corcho, sujeto con una grapa metálica, que ha llegado, casi igual, a nuestros tiempos.

presión del gas Pero tampoco era suficiente: la presión del gas podía romper la botella, y efectivamente la rompía muchas veces. Hubo que fabricar una nueva botella, de vidrio más grueso. Todavía hoy es evidente que una botella de champaña o de cava tiene las paredes más gruesas, y pesa más, que otra de vino tranquilo (no espumoso).

Estos son días de burbujas, pero de buenas y alegres burbujas. Cuando descorchen una botella de estos vinos, cuiden de ellas: trátenlas bien, déjenlas que suban libremente por la copa y formen rosario en la superficie. Contémplenlas antes de beber: son bonitas... aunque no sean burbujas de un conocido anuncio de cava.

Y, ante ellas, dedíquenle un recuerdo, claro que sí, a Dom Perignon... pero no se olviden de Joseph Priestley, aunque el agua con gas sea mucho menos divertida que el champaña y el cava.