Madrid
jOSÉ Ortega Cano ha escrito un nuevo y oscuro capítulo de una vida marcada por el sufrimiento familiar, la gloria como gran torero que fue y su irrefrenable decadencia a raíz de su viudedad y las desacertadas actuaciones fuera de los ruedos.
Pocos recuerdan ya la importancia de su figura en el mundo taurino, un torero de arte, de muy puras y afectadas formas a la hora de interpretar el toreo, pero también de una raza y un coraje sin igual, que le hizo superar adversidades hasta llegar a ser figura del toreo a mediados de los 80 y principios de los 90. Porque Ortega Cano fue un torero de lo más cotizado y admirado: con cuatro Puertas Grandes de Las Ventas en su haber, con tardes para el recuerdo como aquella de los quites con Julio Robles o la de la Beneficencia con César Rincón. Además es protagonista de un hito histórico de la Monumental madrileña: la tarde del indulto del toro Belador de Victorino Martín en 1982, el único astado al que se le ha perdonado la vida en la historia del coso de la calle Alcalá.
Ortega ha sido también hombre religioso y muy solidario, sensibilizado con los problemas sociales, lo que le ha llevado a ser uno de los toreros que más veces ha vestido el traje de luces para torear festivales benéficos. Pero su carrera ha estado también marcada por numerosos y graves percances. 24 cicatrices guardan en su piel el recuerdo de numerosas e importantes cornadas. Las más recordadas, la de Zaragoza que casi le cuesta la vida en 1987 o aquella otra gravísima en Cartagena de Indias que dio la vuelta al mundo por el impacto de su inminente boda con Rocío Jurado en 1995. Uno de los principales y grandes defectos que tuvo en su vida taurina, y que llegó a ensombrecer en parte una trayectoria ejemplar, fueron sus continuas despedidas de los ruedos y, en consecuencia, otras tantas reapariciones, algo que empañó el prestigio que atesoraba.
Pero las cornadas más duras han sido los continuos reveses de los últimos años, sobre todo el fallecimiento en 2006 de Rocío Jurado, con la que vivió el calvario del cáncer. La pérdida de su esposa le dejó sumido en un pozo de desolación y depresión ahondado más si cabe con la muerte de su madre, Juana, al año siguiente, y que le hizo derrumbarse por completo, empezando a partir de ahí a coquetear con los excesos.
Los últimos conflictos con sus hermanos, los problemas con uno de sus dos hijos adoptivos y el accidente de tráfico que provocó la muerte de Carlos Parra, ensombrecen aún más la semblanza de un hombre de 59 años cuya única alegría ha sido su reciente paternidad biológica.