Dirección: Tommy Wirkola. Guión: Tommy Wirkola; inspirado en los hermanos Grimm. Intérpretes: Jeremy Renner, Gemma Arterton, Famke Janssen, Peter Stormare, Thomas Mann y Zoe Bell. Nacionalidad: EEUU. 2013. Duración: 88 minutos.

En Kassel, ciudad donde cada cinco años bajo el nombre de Documenta se convoca a las fuerzas del arte contemporáneo para validar la necesidad que tiene el ser humano de leer cuentos, forjaron su obra los hermanos Grimm. Al final de un coqueto parque de la provinciana y aburrida ciudad alemana se alza un caserón, un museo en el que se guarda un fragmento, un eco y un simulacro de lo que durante doscientos años lleva acunando el imaginario infantil de Occidente y buena parte de Oriente: los cuentos de los hermanos Grimm. Entre sus principales tesoros, y son numerosos, brilla un relato terrible de brujería y crueldad, la pesadilla de dos hermanos abandonados a su suerte, arrojados a la muerte, nacidos de una madre sin entrañas y de un padre acobardado.

Tommy Wirkola (1979), un noruego que ahora trabaja para Hollywood, convierte el periplo de Hansel y Gretel en un catálogo de excesos, un recital de berridos que pretende tomar el relevo del arte de fabular en un tiempo en el que hemos anotado hasta tres versiones diferentes del también relato de los hermanos Grimm, Blancanieves. Desde luego el estilo de Wirkola nada sabe de los delirios extremos de Tarsem Singh, ni tampoco asume el toque Tolkien de Rupert Sanders. Y desde luego, menos sabe y nada conoce, de la reinvención de toros y palmas de Pablo Berger.

Ni fantasía india, ni aventura épica, ni reconversión cañí. Wirkola nació al mundo del cine con una obsesión en su punto de mira: Quentin Tarantino. Director, guionista, editor e incluso actor, Wirkola tomó la alternativa como realizador con Kill Buljo (2007), una ¿parodia fervorosa? de lo que se deduce de su título, Kill Bill.

Aquello le bastó para que su segundo largometraje, Dead Snow (2009), se pasease por todos los festivales y semanas de cine de terror que pueblan el mundo. Aquí se tituló Zombis nazis, una indescriptible comedia gore que ofrecía el sádico placer de ver matar a los malos del filme por tres motivos: por nazis, por zombies y por brutos.

Aquella astracanada de dudoso gusto ofrecía un arranque efectista que se deshacía a los veinte minutos. Sin embargo, fue suficiente para que EEUU acogiera a Wirkola y le encomendase una nuevo saqueo al legado de los Grimm. Y Wirkola, hábil profanador de tumbas, seguidor furibundo de Tarantino, aunque lejos de su capacidad de inventiva, rehace la historia de Hansel y Gretel como le viene en gana y como ha podido. Con un prólogo que reconstruye los fundamentos básicos del cuento, Wirkola da un salto de varios años para mostrar a los dos hermanos convertidos en unos matabrujas sedientos de venganza. Aquella infamia sufrida en su infancia los ha convertido en cazarrecompensas que, como el coprotagonista de Django desencadenado, va de pueblo en pueblo capturando brujas que se dedican a secuestrar niños.

Hasta aquí la originalidad argumental, pulsión gamberra de noches de marihuana y vino, que mueve un filme armado sobre una sucesión de peleas sin suspense ni tensión. En este caso Wirkola mira de reojo al otro abanderado del cine de la postmodernidad USA, al Rodríguez de Abierto hasta el amanecer. Lo incomprensible es que detrás de los atropellos de un filme que toma en vano el nombre de Grimm emerge un gesto para el diván. En su deseo de dar una vuelta de tuerca a la pesadilla de Hansel y Gretel, al horror del abandono infantil y a la necesidad de romper los lazos paternos, Wirkola pergeña un acto de reconciliación que desactiva el significado iniciático que poseen los cuentos. Y al renunciar al horror real que se oculta en ellos, la historia nada simboliza, nada es sino regresión y fracaso.