me había propuesto no escribir ni una palabra sobre el Mundial de fútbol que acaba de arrancar. Me había jurado no dedicar una sola línea a los muchachos de las treinta y dos selecciones que han aterrizado en el sur de África. Me había aislado de los continuos ataques que desde los medios recibe el personal sobre el magno acontecimiento que cada cuatro años azota posaderas y mentes de millones de espectadores que durante un mes sólo sienten y padecen lo que hacen jugadores, entrenadores, árbitros y directivos. Había concluido que me iba a aislar de la vorágine informativa que supone seguir la marcha del Mundial, basándome en el peregrino argumento de que llevo más de doce mundiales sobre mis azacaneados hombros y había llegado el momento de plantarse ante semejante dictadura mediática y pasar de las idas y venidas de la roja, azul, amarilla y arco iris. Esto no ha hecho más que empezar y han comenzado mis claudicaciones ante el televisor, ante las numerosas hojas del periódico dedicadas al evento y ante las horas de radio trufadas de Mundial que invaden las ondas. Los medios se hacen grandes y expansivos ante acontecimientos como éste y la potencia mediática se incrementa con el acontecer cotidiano de los dioses del circo moderno y su pregonera, la televisión. No he podido resistirme y ya empiezo a conocer los estadios de las distintas sedes, las famosas vuvuzelas que asomarán en los venideros Sanfermines y los problemas de ligamentos de un cierto jugador charrúa y las molestias de Iniesta que no dejan dormir a fray Papilla del Bosque. Es hora de quitarme el antifaz y reconocer la estupidez de mis aspiraciones abolicionistas. Tengo un motivo poderoso para sentarme durante treinta días frente al televisor. Me gusta el fútbol y si lo ejecuta el León de Argentina, mejor.