Cooperar es, según el Diccionario, obrar juntamente con otro u otros para el mismo fin; podríamos decir, por emplear una expresión que lleva ya bastante tiempo en vigor, que viene siendo algo así como trabajar en equipo, idea que todos los jefes tratan con mayor o menor éxito de inculcar a quienes se incorporan a una empresa.

Una sociedad cooperativa, y volvemos al Diccionario, es aquella que se constituye entre productores, vendedores o consumidores para la utilidad común de los socios. Por aquí vamos llegando al terreno que nos interesa, que es el nuestro: en la definición académica vemos que se incluye a los tres sectores básicos del hecho gastronómico: el que produce los alimentos, el que los distribuye y el que los consume, tres sectores que son interdependientes.

No somos muy conscientes, porque no solemos pararnos demasiado a pensar en ello, de la cantidad de productos alimenticios que proceden de cooperativas del primero de los sectores implicados, el de la producción. Lógicamente, ese trabajo en equipo, esa aplicación del viejo dicho de que la unión hace la fuerza, es algo que repercute de forma positiva en lo que llega a manos del tercer y último sector, el de los consumidores.

Ya digo que pocas veces nos paramos a pensar en ello, pero son muchísimas las sociedades cooperativas que producen alimentos de calidad en muy diversos sectores: frutas, verduras, lácteos, cárnicas, aceites, vinos... Hay cooperativas de mucho peso, como es el caso de COVAP, sita en el valle de los Pedroches, cuyos productos (y, de paso, sus tiendas) gozan de un muy bien ganado prestigio entre los consumidores de productos gourmands. Y hay cooperativas pequeñitas que elaboran auténticas joyas que sólo los iniciados conocen y de las que sólo disfrutarán algunos privilegiados que tengan ese conocimiento y el imprescindible acceso a esos productos.

No siempre funcionaron bien las cooperativas. Aunque todos creamos en la sentencia antes citada de los efectos de la unión, por aquí también tiene bastante predicamento ese refrán que establece que más vale ser cabeza de ratón que cola de león. Yo recuerdo que hace unos cuantos años empezaron a proliferar nuevas etiquetas en campos como el aceite y, sobre todo, el vino: personas que antes unían el fruto de su trabajo al de otros cooperativistas para alcanzar una mayor cota de mercado y, seguramente, unos mayores índices de calidad, se vieron tentados a elaborar por su cuenta, a ser cabeza de ratón.

De ese modo, la relación de minibodegas o, como solíamos llamarles, de vinos de garaje -y vale lo mismo para el aceite-, se hizo amplísima. No seremos nosotros quienes quitemos a nadie la ilusión de que lo que él hace es mejor que lo que hace su vecino; pero sí que pensamos que, cuando los volúmenes y los medios son modestos, es mejor unirse al vecino. En esos tiempos, mucha gente se endeudó, con mucha ilusión, eso sí, pero se endeudó, porque hacer vino, o elaborar aceite, no es precisamente barato; requiere unas inversiones considerables, al menos si se quieren hacer las cosas como las demanda hoy el mercado, y muchas veces el resultado de ese afán de protagonismo acabó en empresas que no llegaban a cubrir gastos.

Hoy son muchas las cooperativas que lo están haciendo muy bien, al menos en el primer nivel, en la producción. Lo que uno echa de menos es que el segundo sector funcione, al menos a la vista, igual de bien. Los productos de las cooperativas necesitan, más que los de las grandes marcas, unos escaparates más cercanos al tercer sector, al consumidor final. Sí, las grandes ferias gastronómicas, los eventos de dimensiones más que locales, son un buen escaparate... al que, por desgracia, apenas se asoma la gente común, la gente para la que se elaboran esos productos: los consumidores. Creo que, con el apoyo de las distintas administraciones, como el que se da en Galicia, sería muy interesante que esos productos llegaran a la calle, al mercado en el que el ama de casa hace su compra. Siempre me enternece ver, en alguna pequeña ciudad, o un gran pueblo, a la típica campesina que, sentada sobre un cajón, exhibe otro con la modesta producción de su huerto.

Vale, sus verduras son estupendas, y la señora está de foto, cómo no va a estarlo. Pero si esa señora se une a su vecina, y ésta a la de al lado, y así sucesivamente, y deciden instalarse juntas... los negocios van mejor. Quien haya visto en el lateral del mercado donostiarra de La Bretxa los maravillosos puestos de las kasheras saben de qué hablo. Pero para conseguir un lugar de privilegio como ése... hay que agruparse.

Lo de que se agrupen -nos agrupemos- los consumidores en algo más que un club es ya harina de otro costal. Pero lo que está claro es que ese trabajo en equipo facilita que se consiga, de un lado, una calidad mayor, al ser mayor la oferta y la posibilidad de selección; y, de otro, una mayor y muy necesaria cercanía al consumidor final.

Por eso defiendo la ayuda a estas meritorias cooperativas: porque estoy convencido de que, si es cierto que la unión hace la fuerza, no lo es menos que con esa unión crece... la calidad. Que, me imagino, es lo que queremos todos.