Hay mujeres que, al llegar a cierta edad, empiezan a soltar lastre. Se las ve cada vez más ligeras, y no tanto en lo referente al peso corporal, porque la menopausia se encarga en muchos casos de retener grasas allí donde antes no había y de transformar fisonomías. Me refiero a otro tipo de ligereza, la que se siente cuando hay cosas que te empiezan a dar igual. Cuando sueltas el lastre del qué dirán, o el peso de la falta de autoestima (pasando del “yo no sirvo para esto” al “porque yo lo valgo” del anuncio de Pantene), o cuando te quitas el peso de tener que ser amable incluso con quien no lo merece, o el peso de tener que estar siempre guapa para los demás…. En una palabra, cuando dejas de meter tripa, en todos los sentidos.

Esta ligereza coincide con una edad en la que se te empiezan a olvidar cosas. Esa edad en la que, como dice una amiga mía, “yo ya no retengo nada, más que líquidos”. Y a veces es tan bueno olvidar… Porque las mujeres tenemos que olvidar y dejar de retener muchas cosas, todas esas que nos inculcaron desde niñas: todos esos mensajes relacionados con la belleza, la bondad, la discreción, los cuidados y la dependencia, entre otros. Se nos ha educado para agradar; se nos ha enseñado que necesitamos protección; que nuestro cuerpo nunca será suficientemente perfecto; que los afectos y el amor están por encima de todo, incluso de nuestra propia dignidad; se nos ha negado la ambición; se nos ha inyectado por vena el síndrome de la impostora…

Hay unos cuantos aprendizajes que tenemos que dejar de retener. Por eso me satisface tanto ver mujeres que, al llegar a una edad, comienzan a soltar todo ese lastre. Aunque lo deseable sería que nos lo quitásemos de encima antes, o, mejor dicho, que ninguna niña recibiera nunca más todos esos mandatos limitantes. Pero, de momento, me quedo con la magia de ver a esas mujeres que han decidido llevar el nombre de señora con todo su prestigio, como quien lleva galones en su uniforme.