En la Comunidad Valenciana, el presidente Carlos Mazón ha decidido que lo mejor para su estabilidad política es dejarse abrazar –y apretar– por Vox.

No es que sorprenda, pero sí confirma lo que ya se intuía: el Partido Popular de Mazón no es más que el vehículo de la extrema derecha para normalizar su discurso y sus políticas. La estrategia es clara: blanquear a Vox mientras se amarran a sus votos para sacar adelante sus medidas, aunque eso signifique tragarse sapos ideológicos de tamaño bíblico.

Mazón, que gusta(ba) de presentarse como un moderado, ha demostrado que su moderación es de cartón piedra. Su gobierno es rehén de un partido que niega la violencia machista, que censura libros en bibliotecas y que está empeñado en convertir la educación en un campo de batalla ideológico. Pero él, con una sonrisa complaciente, sigue adelante con su pacto, como si no fuera consciente de que cada cesión que hace a Vox es un paso atrás en derechos y libertades.

No hay aquí una pugna entre sensibilidades políticas, sino una claudicación en toda regla. El PP valenciano ha asumido que, sin la extrema derecha, no tiene poder. Y, lejos de marcar distancias, se entrega sin resistencia. La última muestra de este sometimiento es el desmantelamiento de las políticas de igualdad y la ofensiva cultural ultraconservadora que estamos viendo en la Comunitat Valenciana.

¿Qué le queda a Mazón? ¿Pretender que esta deriva es simplemente pragmatismo político? Puede engañarse a sí mismo, pero no a una ciudadanía que hace mucho tiempo se ha dado cuenta de quién maneja realmente el timón del Consell.

El problema para el PP es que, cuando un partido se hace indistinguible de su socio radical, deja de ser una alternativa de gobierno para convertirse en una mera marioneta. Y de eso, en la derecha española, ya hemos visto suficientes ejemplos.