Síguenos en redes sociales:

Mamitis crónica

Elena Zudaire

Deabruzkoa

Tras una airada discusión con una de mis criaturas (porque no soy perfecta ni lo pretendo; asumo que tengo un volcán que habita en mí, alimentado con mi sangre navarra), una de ellas me espetó: “Vale ama, yo me enfado, pero es que tú, cuando te enfadas, ¡te enfadas mucho más fuerte de lo que yo me enfado!”. La reprimenda me dejó en el sitio, no sólo por la cantidad de veces que empleó el verbo “enfadar”, sino por la claridad de su queja. No es raro, al menos en nuestra casa, que las txikis hagan reflexiones espontáneas (o quizá no tanto) que nos dejan clavadas. En aquel momento, pensé que algo de razón tenía. Que mucho libro del monstruo de los colores, pero luego las adultas somos bastante patosas en el manejo del fango emocional. Así que esa razón que tenía se la di, además de explicarle que también soy una persona. Y lo soy aunque en su cabeza, debido a mi rol de madre, esté ubicada en otro cajón que, al parecer, me despoja de algunas características humanas importantes, a saber: que hay cosas que me alegran, me entristecen, me enfadan o me dan miedo, igual que a ella. Yo sé que también les descoloco cuando les explico estas cosas, pero espero que algo calen para que vayamos entendiéndonos. Teniendo en cuenta que en mi infancia estar triste o cabreada eran situaciones a evitar, reprimir o reprender, no creo que lo estemos haciendo tan mal. Sin embargo, cada vez que sale un personaje en un libro, cómic o serie de dibujos animados al que se le hincha la vena de manera ostentosa, les oigo decir entre risas: “¡Como mami cuando se enfada!”. Y me alegro de que se lo tomen con humor, creo que me ayuda a sentirme menos culpable y a saber que me quieren igualmente. Lo que no me convence es que esos personajes suelen ser malísimos… Y no se muy bien en qué lugar me deja eso, ni qué tipo de traumas les surgirán en el futuro por tener una madre tan diabólica.