Mi hija repite últimamente, un día sí y otro también: “Odio tener una hermana”. Y, cuando le invito a relatar cómo haría ella para quitarla de en medio, me relata con todo lujo de detalles su asesinato y posteriores acciones para deshacerse del cuerpo sin dejar rastro. Esto, teniendo en cuenta su tierna edad y lo poco que lleva en este mundo, me lleva a pensar que quizá el cainismo está en nuestra naturaleza y nos invita a hacer volar nuestra imaginación contra nuestras hermanas de forma totalmente autodidacta. Me explico. He de reconocer que al principio me daba bastante yuyu escucharle. Aceptar que mi preciosidad de pelo rizado, ojos verdes y carita de muñeca tiene una potencial asesina en su interior, es una realidad difícil de digerir. Sin embargo, mentiría si no admitiera que yo también albergué los mismos pensamientos aniquiladores en mi infancia contra mis propios hermanos, quienes solían hacer piña entre ellos por edad y género y también solían hacerme la vida imposible. Por todo ello y por más cosas, les hubiera eliminado limpiamente y sin dejar huella más de una vez. Aunque tampoco pudiera vivir sin ellos. Por eso, cuando mi hija me cuenta estos desahogos, procuro tomármelo con calma para que mi cabeza no vuele hasta el poblado de Los Chicos del Maíz, que ella podría haber dirigido con soltura si Stephen King la hubiera conocido entonces. Intento hacerle ver el lado bueno de tener una hermana de su edad, y le recuerdo las ocasiones en las que juntas inventan juegos increíbles porque juntas son invencibles. Pero en algo mi hija tiene razón: nunca elegimos a nuestra familia. Ni tampoco, en su caso, ella eligió tener una hermana melliza con la que tuvo que compartir hasta mi tripa. Y eso tiene que ser agotador. Así que la entiendo cuando, a veces, le dice a su manera: “por favor querida, que corra el aire”. Ojalá fuera yo así de asertiva…