Se llamaba Manuel Orcera de la Cruz. Tenía solo 23 años y era de la localidad jienense de Úbeda. Se hizo agente de la entonces llamada Policía Armada, seguramente más por necesidad que por vocación. Como ocurría con los miembros más jóvenes del cuerpo, lo destinaron a Euskadi. El 17 de mayo de 1977, apenas un mes antes de las primeras elecciones tras la muerte de Franco, se encontraba de servicio en el interior de la donostiarra estación de Amara. En un calco de tantas y tantas acciones de aquellos años del plomo, de improviso, apareció un coche frente a él. Después de frenar bruscamente, dos individuos se bajaron del vehículo y lo ametrallaron a bocajarro. Manuel murió prácticamente en el acto.
Al desgarro de su joven esposa, Clara, que solo contaba con 19 años aunque ya tenía una hija y estaba embarazada de nuevo, por la pérdida, se unió el pésimo rato que debieron pasar durante el funeral en la iglesia del Buen Pastor. Con la inhumanidad que se estilaba (y que muchos mantienen todavía hoy), la familia fue abucheada e insultada y tuvo que abandonar a toda prisa el templo. Unos días después, Clara, su hija y el niño que llevaba dentro se fueron de Euskadi. Desde la lejanía, les tocó revivir el horror en las muchas ocasiones en las que los telediarios abrían con atentados mortales de ETA. El mal trato que recibieron les quitaron las ganas de volver. Sin embargo, 47 años después, Clara y sus dos hijos regresaron a Donostia el pasado fin de semana. Lo hicieron en compañía de otros trece familiares llegados desde Jaén para asistir al descubrimiento de una placa en recuerdo de Manuel que el ayuntamiento de la capital guipuzcoana ha colocado en el mismo lugar en que fue asesinado. Aunque el dolor, por mucho tiempo que pase no desaparece, el acto sí resultó restaurativo, como reconocieron y agradecieron los Orcera Campos, que ahora sienten que se han roto las losas del olvido y el desprecio.