Uno de los peligros de la soledad es acabar creyéndote tus propias mentiras. Es cierto, no hace falta estar solo o sola para que nos creamos muchas cosas que no somos y que no nos han pasado, pero cuando socializamos, estamos constantemente poniéndonos ante un espejo, recalculando nuestro yo, además de enriqueciéndonos con las experiencias ajenas. Esto, sin darnos cuenta, nos aporta una nueva perspectiva sobre nuestra vida y sobre lo que nos sucede que nos ayuda a recolocarnos. De alguna manera, dejamos por un momento de alimentar en soledad nuestras supuestas grandes verdades, nuestros terribles miedos, nuestros incómodos fantasmas, como se alimenta a un hámster en su caja de cartón.

Las relaciones no siempre son fáciles, pero son imprescindibles para evitar que nos mareemos con nuestras obsesiones y nos atormentemos con nuestras pesadillas. Las amistades están ahí para que te veas desde fuera, para que sientas que lo que te pasa no te pasa solo a ti, para decirte lo que necesitabas escuchar, y, sobre todo, para decirte la verdad, a pesar de que muchas veces sea incómoda. Esa verdad que no se atreven a decirte quienes no son tus amigos o amigas.

Esta semana una gran amiga me ha hecho llegar una frase de Montaigne que me ha hecho pensar en todo esto: “Mi vida ha estado llena de terribles desgracias… la mayoría de las cuales nunca sucedieron”. Sin duda, las amigas tienen un sexto sentido y saben qué necesitas en cada momento. Están ahí para ponerte en tu sitio, para que no acabes como el ratoncito dando vueltas dentro de una caja, para ampliar tu mundo, para ver lo que sientes desde distintas miradas y para disolver con risas o con llantos tus obsesiones, miedos y “terribles desgracias”. Sobre todo, para advertirte, como lo hizo Montaigne hace mucho tiempo, que algunas de ellas solo han sucedido, de momento, en tu cabeza.