A una de mis criaturas se le ha caído su primer diente. No ha cumplido ni los seis y ya tiene un hueco en su dentadura por el que, según ella, por fin le van a caber los espaguetis enteros. Cada cual a lo suyo. El caso es que yo tenía la secreta ilusión de hacer mi propia colección de madre con las piezas de leche de mis churumbeles, como hizo la mía, que todavía las tiene guardadas en una cajita de elegante cuarzo. En realidad, si lo pienso objetivamente, es un deseo bastante gore. Se me ocurren varios asesinos en serie que coleccionaban piezas dentales para deleitarse con su visionado en sus ratos libres, guerreros sanguinarios que, incluso, se fabricaban collares con los que inflar su terrorífica imagen y amedrentar a los habitantes de los poblados por conquistar o brujos que los empleaban para hacer vudú a sus incautas víctimas… Salvando las distancias de estos truculentos personajes, era mi ilusión atesorar los dientecitos y guardarlos junto a las coletas de pelo rizado, supongo que en un arrebato nostálgico que lucha contra la inevitable realidad de que mis criaturas no van a parar de crecer. Sin embargo, parece que voy a tener que esperar a que se le caiga otro diente porque, después de días esperando y especulando sobre cuándo sucedería, de imaginar ella cómo sería, si le dolería o no, si la sangre le saldría a borbotones o sólo de forma anecdótica, el ansia devoradora de un helado se ha llevado el diente y mis anhelos directamente a su pequeño tracto digestivo. Y no se ha dado ni cuenta, más allá de morder algo duro que le ha parecido el final del cucurucho. Cuando he visto el agujerito no me lo podía creer y ella tampoco. Evidentemente, he disimulado mi monumental chasco con alegría y festejo. Porque, a ver, siempre podría escarbar entre el resultado de su próxima visita al excusado pero… eso ya superaría a lo del asesino en serie ¿no?.