n mes de guerra. Solo la efeméride ha devuelto Ucrania a los grandes titulares, absortos como estamos en nuestras peleas mientras acaparamos leche y papel higiénico y maldecimos las guerras. Estar contra las guerras no impide que estallen. El pacifismo en el que algunos hemos creído toda la vida nunca ha sido neutral. No lo puede ser. La neutralidad de las potencias europeas ante un golpe de estado criminal contra la legalidad democrática de la República mató a centenares de miles de personas en una guerra civil. Y mató la libertad. También se esgrimieron "razones" y "causas" -y justificaciones- para el alzamiento militar -la República cometió "barbaridades"- y para la no intervención: el miedo a un conflicto aún mayor. La neutralidad de Franco en la II Guerra Mundial era pura complicidad con el nazismo. El pacifismo no cree en la paz a cualquier precio, siempre ha denunciado la paz de los cementerios. La paz de Putin es la paz de las fosas comunes, del terror, de la opresión, de la destrucción, de millones de exiliados.
Asistimos indolentes a una especie de circo romano del siglo XXI en el que un ejército está masacrando a los gladiadores inermes. Eso sí, recogemos amorosamente a los heridos y moribundos.
Ya no hay niños en Ucrania. Ninguno. No saben si volverán a su país o cuándo. Ni a qué país lo harán. Esa nueva generación de ucranianos y también las futuras nos juzgarán algún día por lo que estamos haciendo y por lo que no estamos haciendo hoy. Se le pide a Ucrania que se sacrifique en favor de la seguridad, de nuestra seguridad. Putin esgrime la falsa amenaza sobre la seguridad de Rusia para justificar la invasión. Y hay quienes no solo le compran el argumento sino que, desde el supuesto pacifismo, exigen a Ucrania que se rinda, que renuncie en favor de la seguridad frente a una posible guerra mundial ante el chantaje nuclear ruso. En realidad, estamos llevando al extremo la clásica dicotomía entre seguridad y libertad. ¿Qué elegimos? Algún día nos juzgaremos a nosotros mismos.