stuve en Sarajevo en el verano de 1987, cuando todavía existía Yugoslavia. Conservo todavía, aunque hace tiempo que no pongo, el Run for Cover, de Gary Moore, que compré allí a bastante mejor precio que el que podía encontrar en Pamplona. Igual que a mí, a muchos de los jóvenes bosnios de aquella época les iba el heavy. De esa gente, me sorprendieron mucho más los parecidos que las diferencias. Por eso, cinco años más tarde, se me hacía particularmente lacerante contemplar en televisión las imágenes arrasadas de lugares donde yo había paseado, donde se mataban personas a las que había visto compartir pacíficas cervezas de medio litro. No es sólo la geopolítica, que también. Hay un claro factor de proximidad en las reacciones tanto institucionales como sociales que está despertando estos días el conflicto ucraniano. Parece que somos más solidarios con los que más se nos parecen. Estamos más dispuestos a ayudar a los que comparten más cosas con nosotros, que a los menos próximos cultural y vivencialmente. No es del todo justo, pero está dentro de la condición humana. En el caso de la república exsoviética existe también un cierto sentimiento, todavía difuso, y espero que no real, de que nosotros podemos ser los siguientes, aderezado con un poco de mala conciencia: como no hay narices para luchar por Kiev -no dudo que por fortuna-, al menos acogemos a las mujeres, niños y ancianos de los que, por mala suerte o convicción, están haciéndolo. Entendiendo todo esto. Tiene su lógica. Aun con todo, resulta difícilmente digerible el contraste con que estos días acogemos a unos y otros. Brazos abiertos para los refugiados ucranianos en la frontera polaca. Porras y patadas para los que intentan cruzar la verja de Melilla, ellos también fugitivos de otras guerras y otras injusticias. Todo eso, a la misma hora.
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