e recordado de repente el sabor del primer cigarro que probé en mi vida, un Fortuna. Eran Navidades y mi prima mayor y yo (qué gran escuela es tener una prima mayor) aprovechamos el despiste de los mayores cantando en la mesa para robarle un Fortuna a nuestra tía más moderna, la única de las madres que fumaba. Mi prima tendría unos quince o dieciséis años y yo tres menos. Nos escapamos al descansillo del último piso, junto a los camarotes, y allí sentí por primera vez en mi vida la sensación del humo en mi boca y las toses al intentar tragarlo. Recuerdo que, al oír unos pasos en las escaleras de madera, nos miramos a la cara asustadas, sin saber qué hacer, y nos dio tal ataque de risa que me meé encima. Por supuesto, en cuanto mi prima se dio cuenta, fue imposible contener las carcajadas. Al final, nos descubrieron. Y no volvimos a hacerlo (por lo menos en un tiempo). Recuerdo ese momento porque es uno de esos en los que eres consciente de que estás haciendo algo prohibido. Y pienso en si todo el mundo cuando hace algo prohibido es consciente de ello. Y si no lo es, es porque su entorno no se lo ha hecho saber debidamente. Veo a Putin en la televisión. Si alguien es capaz de bombardear un país, es porque no siente que está haciendo algo prohibido, porque alguien le permite hacerlo, desde el punto de vista moral y político. Ocurre lo mismo con un hombre que maltrata a su pareja. Todas sus frustraciones desembocan en violencia hacia una mujer porque realmente no siente que esté haciendo algo prohibido, todavía hay quien le hace sentir que él tiene el derecho de hacerlo. Creo que así ocurre con todas las injusticias. Quien las comete no las cometería de la misma manera si no sintiera que su entorno le permite hacerlo, que realmente no es algo prohibido. De ahí la importancia de la presión social y política. Si todo el mundo te hace ver que eso que estás haciendo no se puede tolerar, y no lo van a permitir, es posible que dejes de hacerlo, si no quieres acabar meándote encima.