os récords batidos en los Juegos Olímpicos de Tokio son importantes, no lo discuto. Pero esta misma semana hemos superado una marca que afecta infinitamente más a nuestras vidas y de la que sí podemos considerarnos con pleno derecho actores. Con 48,8 grados centígrados se ha marcado en Sicilia la mayor temperatura registrada nunca en Europa.
Hace ya algunos años que, de la mano de los mejores divulgadores, aprendimos a diferenciar clima de tiempo meteorológico. En otras lenguas esta diferencia se hace más clara, así en euskera (klima-eguraldia) o en inglés (climate-weather). De la misma forma que, por mucho que insista Trump, una nevada no demuestra la inexistencia del cambio climático, tampoco deberíamos nosotros precipitarnos a afirmar que este récord de temperatura, como dato aislado, demuestra algo. Es cierto que la marca diría poco como dato fuera de contexto, pero en el marco de acumulación en las últimas décadas de los años más cálidos desde que hay registro -los 10 años más cálidos desde 1880 se concentran en los últimos 15-, el dato meteorológico se convierte en reflejo del clima, en un indicador fiable del cambio climático. La anécdota se convierte en ejemplo de la categoría.
Coincide que esta semana se ha dado a conocer el primero de la serie de informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas. Este informe ordena el mejor conocimiento que se ha publicado a lo largo de los últimos cinco años -desde el último informe, de 2016-. Relaciona e imbrica las mejores investigaciones, descubrimientos y datos en un informe unificado que constituye lo que podríamos considerar el consenso científico global, la más fiable acumulación de lo que hemos aprendido sobre cambio climático, el más solvente resumen de nuestro conocimiento. Algunos datos se corregirán en el futuro -al alza o a la baja- y otras conclusiones se irán afinando con el tiempo -es lo propio de la ciencia-, pero todo esfuerzo por saber y por actuar que se pretenda serio debe estar basado en este conocimiento acumulado.
El informe confirma las tendencias que ya venían anunciándose. Considera demostrado el carácter antropogénico -creado por el actuar humano- del cambio climático. Este cambio no es solo una amenaza de futuro, sino una realidad que se agrava año a año. Estamos ya en 1,1º centígrados sobre los niveles preindustriales y casi podemos asegurar que no podremos evitar llegar al 1,5º de aumento en poco tiempo. Entre este grado y medio y los dos grados hay un margen de reacción si tomamos entre todos las medidas más drásticas y severas. A partir de los dos grados -que sería el límite a evitar- las consecuencias del cambio climático serían de una gravedad difícilmente gestionable -catástrofes meteorológicas, sequías y ciclones e inundaciones, deforestación y hambrunas, pérdida de biodiversidad, imprevisibles efectos sobre la agricultura y la salud humana...-. No es mi intención hacer una columna catastrofista: tengo la sensación de que el catastrofismo puede tener efectos de desmovilización. Pero tampoco se pueden ocultar los datos.
El coronavirus nos ha mostrado lo que es vivir en la sociedad del riesgo global: un virus puede recorrer el mundo y no cabe una respuesta nacional. Las nuevas cepas demuestran que si no se resuelve el problema globalmente no está resulto en ningún lado, que la salud humana es un asunto global. También hemos comprobado que la colaboración científica es posible. Ojalá la solidaridad también sea posible y los porcentajes de vacunación en todo el mundo vayan equilibrándose en los próximos meses.
La crisis climática es más grave y mucho más compleja de gestionar que la del coronavirus. ¿Habremos aprendido que los riesgos globales solo pueden gestionarse con grandes respuestas globales?