l tiempo caníbal, que nos va comiendo. Es lo que pensé al encontrármela en la calle. Una amiga que hacía años no veía. Me pareció que había envejecido mucho, la vi muy mayor, casi no la reconozco. Y entonces pensé que tenemos la misma edad y que quizá ella pensó lo mismo al verme. A veces no nos damos cuenta de que envejecemos hasta que no nos reconocemos en una vieja foto, o hasta que nos encontramos a alguien que no veíamos hace mucho y vemos reflejadas nuestras arrugas en las suyas.
El tiempo caníbal, pensé. Y, sin embargo, hablando con mi amiga (nos fuimos a tomar algo juntas para celebrar el encuentro) me pareció que se encontraba en el mejor momento de su vida. Me habló de sus últimos proyectos, a los que ahora podía dedicarles más tiempo una vez que habían crecido sus hijos, de sus aprendizajes, de cómo, por ejemplo, ha ido aprendiendo a librarse de preocupaciones estériles para intentar centrarse en lo que realmente importa. Me pareció que mi amiga había adquirido con los años una gran sabiduría. Realmente, está en el mejor momento de su vida, pensé.
Y entonces recordé la primera impresión, inmerecida, porque fue verla y pensar en la decadencia, en lo que había perdido físicamente con el tiempo. Me fijé en las canas que se entreveían en las raíces de su pelo, en el rostro más flácido€ Realmente había asociado automática e injustamente no seguir siendo joven con el fracaso.
Envejecemos y el tiempo se lleva algunas cosas, sin duda, pero también nos da otras que nos hacen crecer. Sin embargo, vivimos en una sociedad en la que, sobre todo a las mujeres, se nos prohíbe envejecer, como si todo nuestro valor tuviera que estar obligatoriamente relacionado con la belleza o la juventud. Sin mirar más allá. Sin mirar a la persona, a su experiencia, a su intelecto, a su valor humano€
Quizá sería más saludable dejar de ver al tiempo como un caníbal y sentir cómo cada día nos vamos alimentando del tiempo.