uando uno es dueño de un cortijo, de uno con solera, con sus establos y purasangres, sus tentaderos y becerros, sus zahúrdas y patanegras, su tablao y bailaores, sus terrenos y albercas y, sobre todo, su cohorte de criados, está acostumbrado a ejercer de señorito.
Pongamos que este cortijo es todo un país. Y que el amo de la finca, un tal Florentino, maneja a su antojo la hacienda España. En vez de estar compuesta de mayordomos, ayudantes de cámara, palafreneros, lacayos y doncellas, la sumisa servidumbre se compone de políticos, jueces y periodistas. Todos comen caliente de la mano del señorito.
Pero puede caer en la tentación de pensar que el mundo empieza y acaba en las lindes de su finca. Por eso, cuando las traspasa y ejerce fuera su poder omnímodo, se arriesga a que le paren los pies como a cualquier otro plebeyo.
Es lo que le ha pasado al intentar sobornar al fútbol europeo para hacer business. Vale que hace tiempo que el balompié se convirtió en un negocio, y por tanto se rige por la misma ley del más fuerte. Sólo que el producto es en el fondo un juego y como tal desata pasiones. Y, fuera del cortijo, en Europa, algunos aficionados rebeldes y Gobiernos ingratos creen que aún tiene algo que decir.
Este pequeño error de cálculo ha motivado que el llamado a ser superjefe de la Superliga, haya terminado haciendo el superridículo. Y eso, para un señorito, es algo muy grave. Mucho más relevante que perder unos cientos de millones de euros en el casino de las finanzas. Porque sale carísimo recomprar el prestigio perdido.
Lo malo es que las deudas de juego de Florentino las solemos pagar a escote entre todos. Así que, antes de que nos pase la factura, podríamos hacer un crowdfunding para compensarle. Que vea que el servicio tiene iniciativa propia. Salvemos al último señorito.