a muerto Christopher Plummer. Fue Rudyard Kipling en El hombre que pudo reinar (1975), que siempre será una de las películas a las que más cariño tengo por ser la primera que vi en el cine, con 6 años, de la mano de mi abuelo.
El papel que más fama le dio fue el de capitán von Trapp en Sonrisas y lágrimas (1965). Esa película no me llegó a gustar cuando niño o joven. Me parecía un pastelón con demasiados dorados y azúcares, una película viejuna y rococó, de terciopelos ajados llenos de decadente polvo y de valores aristocráticos ñoños y poco estimulantes. Pero le tuve que dar a la fuerza una segunda oportunidad, con mis hijos. Y ellos me enseñaron a apreciarla. Gracias a ellos fui descubriendo su belleza bienintencionada e ingenua, sus paisajes de ensueño, el humor de sus diálogos y, por supuesto, la calidad de su música. Al parecer Plummer necesitó también de cierto tiempo para digerir el exceso de almíbar de la película y llegar a amarla.
Esta película representaba el estereotipo de Austria: un país de magníficas montañas, de omnipresente música y ricos chocolates, de elegantes valses y de ciudadanos que se presentaban en sociedad internacional casi como otras víctimas del imperialista nazismo alemán. Un país de postal que se mostraba tan limpio por fuera y como por dentro a fuerza de no mirarse al espejo. En el anecdotario diplomático se recuerda aquel día que Reagan agasajó a un presidente austriaco con un brindis dando por supuesto que la canción Edelweiss era el himno nacional austríaco. El error provocó cierta indignación en Austria donde al parecer creían que los demás tienen la obligación de saber sobre uno más que lo que uno sabe sobre los demás (no se ría usted, que los vascos tenemos este mismo defecto bien desarrollado).
Esta tarde hemos vuelto a ver la película en familia, antes de que nos la desaconsejen quizá por ser elitista o machista o racista o quién sabe qué otra suma de pecados que escandalicen nuestras idiotizadas mentes. Quizá como homenaje a Plummer pudiéramos señalar algunas enseñanzas que el capitán von Trapp todavía puede ofrecernos.
Como, por ejemplo, su rechazo a la integración en Alemania entendida no como grandilocuencia visionaria, sino como una más modesta capacidad para mantener el criterio propio cuando el entorno se decanta por el fanatismo y el ansia de poder. El personaje muestra una fuerza contenida pero firme para resistir la tentación de adaptarse y dejarse llevar por la marea del momento. Von Trapp nos muestra la posibilidad que siempre nos queda de decir no ante lo inaceptable y asumir sin aspavientos las consecuencias.
El personaje no busca ser un héroe, sino una persona que se resiste a hacer lo que no le parece digno. Y el innegable tono de exaltación de la vieja aristocracia de entreguerras de la película puede así entenderse más como una nobleza de comportamiento que de sangre, frente a la cobardía, la traición y la delación.
La película por supuesto en un canto al poder de la música y la cultura para superar las distancias y las diferencias, para entendernos y conocernos. Y no menos es un canto al poder del amor para abrirnos y modificarnos. Porque von Trapp es un personaje que crece, que sana y que cambia, como en las verdaderas historias de aprendizaje donde el cambio es interior.
Los Von Trapp optan por la libertad y el exilio y terminan huyendo por los Alpes. Hoy son los desiertos y los mares los que separan a muchos de sus sueños de libertad o de un mundo mejor para los suyos.
Ha muerto quien encarnó en el cine al capitán Von Trapp, pero su memoria puede quizá aún provocarnos.