is churumbeles se van a matar en vida. Entre ellos. Lo veo venir. Daría igual que viniera Gandhi a mi casa de visita. De hecho, daría igual que vinieran Gandhi, Teresa de Calcuta y Martin Luther King, todos juntos. Porque he llegado a la conclusión que la violencia forma parte de nuestro ADN y a mí no me resulta fácil gestionarla y/o apaciguarla.

La cosa ocurre de la siguiente manera. Están los dos súper entretenidos con algo, jugando juntos y en armonía y entonces se suceden imágenes que podrían encajar maravillosamente en un anuncio de Ikea. Pero de pronto... algo pasa. Y no lo ves venir. Una pieza de la torre que ha sido cambiada de sitio, una divergencia de opiniones sobre dónde colocar el túnel del tren de madera, incluso el cambio del nombre de un amigo imaginario que ha venido a desayunar. Sea lo que sea, se desata el Armagedón. Para cuando apareces, ya han volado arañazos y patadas, estirones de pelos y empujones. Y casi llegas sólo a tiempo de evaluar los daños.

Normalmente, uno recibe más que otro y entonces a ti te sale poner el grito en el cielo pero te acuerdas de todos esos consejos que te dicen que primero hay que atender al malherido, después hablar calmadamente con el de la mano más suelta para conocer el origen del mal y por último confrontar posturas para que las aguas vuelvan a su cauce. Yo lo paso fatal. No sé qué tecla me tocan las peleas que me saca de quicio. En esos momentos, mi compañero me recuerda esa peli que adaptaron de una obra de teatro, Un dios salvaje, en la que dos parejas acaban como el rosario de la aurora por una pelea entre sus hijos, mientras ellos vuelven a jugar tan campantes como si nada. Porque tal y como empieza la guerra llega la paz. Y a ti se te han frito varias neuronas por la ansiedad durante el proceso pero estás un poco más segura de que nunca llegarán a matarse de verdad. Creo.