a brisa del mar acaricia mi cara llena de sal. Hace calor pero, en la orilla, el viento tiene el detalle de refrescarte y los grados centígrados se te olvidan sin más. Mi mano palpa una botella de zumo al lado de esa crema solar que huele tan bien. Te oigo roncar junto a mí suavemente mientras escucho de fondo las risas de los niños.
Se han empeñado en hacer un castillo de arena con foso justo donde rompen las olas y ellas, juguetonas, les destrozan continuamente lo construido y les dan la oportunidad de estrujarse el cerebro para ver cómo pueden solucionar los derrumbes.
Un poco más lejos veo pastar a dos elefantes. A su lado, una cebra con bikini lee una revista del corazón y dos bomberos nudistas recitan a Shakespeare con sus cascos de intervención puestos. Me da por pensar que tienen que darles un calor espantoso pero, a pesar de que les chorrea el sudor por la cara, no parecen estar muy molestos. Incluso, uno de ellos ha sacado de un arcón de madera la bufanda de lana que me regalaste por Navidad y se la pone al cuello mientras declama la famosa frase del “ser o no ser”.
Hicimos bien en venirnos a la casa de la playa cuando todo empezó. Aquí tenemos terreno, los niños pueden correr por la arena y respirar el aire puro del mar mientras nosotros nos hacemos la ilusión de que nada de esto está ocurriendo. Los vecinos nos saludan desde el balcón de su casa forrada de peluche rosa. Si no pensara que la luz del sol me está cegando un poco diría que son Pirritx y Porrotx. Veo aproximarse a la chica que vende los helados por las tardes, con su vitrina frigorífica en forma de acordeón. Le pido uno de fresa que debo coger por las bolas para chupar el cucurucho. De una de las bolas sale un dedito de niño que se me mete en el ojo. ¡Ay! “Amatxitooooo! ¿Qué hay para desayunar?”
Mierda. Estaba soñando, no tenemos casa en la playa y seguimos confinados.