Antes discutíamos en el bar, en la calle, en el portal. Había tono, mirada, pausa, y sobre todo, consecuencias. Hoy muchas de esas conversaciones —y sobre todo las más agrias— se dan en los comentarios de una publicación, debajo de una noticia o en un hilo de Twitter. Lo llamamos debate, pero muchas veces es solo ruido, ataque o malentendido. Y aunque no lo parezca, nos afecta más de lo que creemos.

En Álava, como en tantas partes, hemos visto transformarse la conversación pública en los últimos años. Lo que antes se decía en voz alta en una plaza, un bar o en un banco de parque, ahora se escribe en un teclado. El debate se ha digitalizado, pero no siempre con las herramientas que harían falta para que fuese realmente constructivo.

Porque los comentarios —en redes, en foros, en secciones abiertas de medios— se han convertido en la nueva arena pública. Ahí se opina, se contradice, se celebra y se insulta. Sin filtro, sin contexto y sin pausa. Y lo preocupante es que esta forma de “conversar” está moldeando no solo nuestra forma de comunicarnos, sino también nuestra forma de ver el mundo.

De la plaza al post

En los pueblos y barrios, la plaza era el lugar donde se cruzaban puntos de vista. Se hablaba de política, del precio del pan, de lo que pasaba en el Ayuntamiento o en el caserío del vecino. Había opinión, sí. Pero también memoria, códigos compartidos, conocimiento mutuo. Y aunque hubiera discusiones acaloradas, uno sabía con quién hablaba.

Las plataformas han convertido la opinión en una forma de contenido. Y dentro de ese contenido, lo que mejor funciona es lo que provoca

Ahora, muchas de esas conversaciones suceden al pie de una noticia de Facebook, bajo un tuit de un concejal o en los comentarios de un artículo en un medio local. Lo que antes se comentaba tomando un cortado en la barra, ahora se escribe (a veces a gritos) desde el móvil, mientras esperas al autobús o haces la compra. Y ahí no hay miradas. Ni silencios. Ni gestos que amortigüen lo que se dice.

El escudo de lo inmediato

Las redes han democratizado el acceso a la conversación pública. Cualquiera puede opinar. Eso es bueno. Pero también han eliminado, en parte, la conciencia de estar hablando con alguien. Y eso es un problema.

Porque cuando hablamos cara a cara, filtramos. No solo por educación, sino por supervivencia social. Miramos al otro. Escuchamos cómo lo dice. Medimos el tono, el momento, el lugar. Sabemos que, si nos pasamos, habrá reacción. No solo palabras de vuelta: puede que haya consecuencias.

En los comentarios, en cambio, hay una falsa sensación de impunidad. De superioridad. De “tengo derecho a decir lo que pienso” (que sí, pero no como sea). De soltar lo primero que se nos ocurre porque, total, es solo texto. Pero ese texto le llega a alguien. Y ese alguien lo lee, lo siente, lo carga.

Un hombre chatea en el móvil con la IA de ChatGPT. Freepik

La cultura del zasca

Las plataformas han convertido la opinión en una forma de contenido. Y dentro de ese contenido, lo que mejor funciona es lo que provoca. El comentario ácido. El zasca bien lanzado. La respuesta rápida que humilla al otro. No se valora tanto el argumento como la agresividad disfrazada de ingenio. Y claro, cuando eso se aplaude, se repite.

El resultado es que el espacio de intercambio se vuelve espacio de ataque. Se pierde el matiz. Nadie pregunta. Nadie escucha. Solo se responde, se rebate, se impone. Lo hemos visto en hilos políticos, en noticias locales, en debates sobre fiestas, presupuestos o decisiones municipales. El patrón se repite.

Y lo más triste es que muchas veces ese tono no refleja cómo somos realmente. Quien escribe un comentario hiriente no siempre es una persona hiriente. Pero el formato, la falta de cara, la rapidez y la emoción del momento hacen que algo se nos dispare.

El veneno en lo cotidiano

No hace falta insultar para intoxicar el espacio. A veces basta con el sarcasmo constante, con el juicio implícito, con la burla pasivo-agresiva. Hay perfiles que no insultan, pero desprecian. Que no gritan, pero desacreditan. Y eso, día tras día, genera un clima. Una sensación de que todo está mal y nadie vale nada.

Ese clima, además, desanima a quienes sí querrían participar de forma constructiva. Porque, ¿quién se atreve a comentar una noticia local si sabe que le van a saltar encima? ¿Quién quiere compartir una duda si lo van a ridiculizar? Así, la conversación se empobrece. Solo queda quien grita más fuerte. Y eso no es un debate. Es un ruido monocorde.

Y, sin embargo, los comentarios importan

Lo curioso es que seguimos leyendo los comentarios. Aunque sepamos que nos van a alterar, nos atrapan. Aunque no aprendamos nada nuevo, bajamos a ver “qué ha dicho la gente”. Porque ahí también se refleja lo que nos pasa como sociedad. Ahí están nuestros enfados, nuestros miedos, nuestros prejuicios. Y también, a veces, nuestras mejores intuiciones.

Vivimos tiempos intensos. Y las redes reflejan (y amplifican) esa intensidad.

Porque hay comentarios que suman. Que aportan contexto. Que ofrecen otra mirada. Que abren una puerta. Pero esos son los menos, y muchas veces quedan sepultados entre la bilis y el sarcasmo.

La pregunta es: ¿cómo recuperamos ese espacio?

Pensar antes de publicar (sí, en 2025 también hay que recordarlo)

No se trata de censura ni de represión. Se trata de responsabilidad. De preguntarnos, antes de comentar:

  • ¿Estoy aportando algo o solo soltando frustración?
  • ¿Le diría esto mismo a esta persona si la tuviera delante?
  • ¿Cómo me sentiría si alguien me dijera lo que acabo de escribir?

No es cuestión de ir con miedo, pero sí con conciencia. De saber que no es solo texto: es interacción. Y que hay alguien al otro lado.

¿Y si empezamos a comentar distinto?

Podemos usar los comentarios para construir comunidad. Para aportar matices. Para preguntar, en vez de asumir. Para compartir experiencia, no solo opinión. Y, sobre todo, para hablar con personas, no contra usuarios.

Los medios locales, como este, permiten ese contacto directo con la realidad próxima. Aquí no estamos hablando de gente anónima a miles de kilómetros. Hablamos de nuestros vecinos, de nuestras calles, de nuestras decisiones. Quizá por eso duelen más ciertos comentarios. Y quizá por eso es aún más importante cuidar cómo nos hablamos.

No todo vale por un comentario

Vivimos tiempos intensos. Y las redes reflejan (y amplifican) esa intensidad. Pero también podemos usarlas para frenar. Para pensar. Para expresar desacuerdo con respeto. Para disentir sin destruir.

No todos los debates deben ser dulces, pero sí pueden ser útiles. Porque debatir no es vencer. Es escuchar, poner sobre la mesa, entender. Incluso cuando no hay acuerdo.

Para terminar: ¿y si nos diéramos un segundo?

Un segundo antes de escribir. Un segundo antes de enviar. Un segundo para pensar que, quizá, lo que vamos a poner en ese comentario no cambia nada… salvo que alguien se sienta peor.

No se trata de callarse. Se trata de hablar mejor. De recuperar algo de esa conversación que antes teníamos en la plaza, donde había pausa, mirada y consecuencias. Donde uno sabía que, si se pasaba, al día siguiente tocaba volver a verse.

Eso, precisamente eso, es lo que falta en los comentarios: la certeza de que seguimos conviviendo. Y que, después de opinar, toca vivir con lo que dijimos.