María Dolores, La Doña, miró hacia el altar de la parroquia de Los Desamparados y tuvo una revelación. El suelo caía hacia ella como el escenario de un teatro. Imaginó entonces la última cena, el juicio de Poncio Pilatos, a Jesús en la cruz... Era el lugar perfecto para transformar esos pasajes del Evangelio en carne y huesos. E hizo el milagro. En la Semana Santa de 1963, Vitoria acogía su primera Pasión viviente. Habría treinta más después, hasta que la falta de recursos económicos y las obligaciones de los actores aficionados obligaron a suspender la función. Aun así, ellos siguen juntándose de vez en cuando para evocar viejos tiempos. "Sin duda, éramos como una pequeña gran familia", afirman. Los recuerdos afloran descontroladamente por estas fechas. Hoy, tan sólo quedarían dos días para realizar la representación en el templo que la inspiró. Para el gran día. Ese momento donde el esfuerzo de tantos meses vería la luz y haría llorar a las beatas.

Uno de los intérpretes del Drama de la Pasión acabó convertido en actor profesional: Txema Blasco. Durante años, fue Anás y Caifás, sumos sacerdotes del Sanedrín que intervinieron en la captura y crucifixión de Cristo y en la posterior persecución de sus discípulos. Los malos. "Me acuerdo de que iba todo estirado con mi pergamino y que la gente me pegaba", apostilla, entre risas, el gasteiztarra. Como él, otros compañeros ejercieron más de un papel. No quedaba otra. No había suficientes voluntarios. Demasiado sacrificio. "Empezábamos a ensayar en enero y, como la mayoría éramos trabajadores o estudiantes, arrancábamos por la tarde y nos quedábamos hasta las tres de la mañana", rememora Vicente García, el rostro de Judas. La Doña formó el grupo entre feligreses y conocidos. Y, al mismo tiempo, fue confeccionando el guión. Tomó textos de los pasajes bíblicos que contaban las últimas horas de la vida de Jesús pero, además, recreó nuevas escenas a partir de los testamentos. Una de esas partes inventadas mostraba un diálogo entre Juan y el discípulo traidor, una suerte de conversación con la que la directora pretendía hacer entender las motivaciones de los distintos personajes. El segundo veía en Cristo a un líder que salvaría al pueblo de Israel y, conseguida la victoria, a él mismo a su derecha. Luego, al ver que su caudillo caería muerto, lo traicionaría por treinta tristes monedas.

La guionista logró tal profundidad en los personajes y era tan exigente en la interpretación de sus actores que "había abuelas que lloraban hasta por Judas". Patxi Lazcoz, el exalcalde, evoca con una sonrisa esa etapa de dos años en la que formó parte de la función, cuando tenía poco más de veinte primaveras. Acudió animado por un amigo y acabó siendo un soldado romano. "Me acuerdo de que, al terminar la función, nos poníamos fuera para pedir un dinerillo. Y el primer día, tras la primera representación, se me acercaron unas señoras y me dijeron ay majo, pero qué piernas tan bonitas tienes". El grupo rompe a carcajadas con la anécdota. Efectivamente, las falditas de estos personajes eran un tanto cortas. Lo suficiente como para que La Doña, recatada ella aunque coherente con la indumentaria histórica, anduviera siempre pendiente de que no asomara nada que estuviera fuera de lugar.

La primera actuación fue en Desamparados, con el arropo de su párroco fundador, Javier Illanas. Sin embargo, muy pronto el pequeño elenco de actores aficionados logró llevar la teatralización a iglesias, conventos y residencias de mayores tanto de Vitoria como de toda Álava. "El Sábado Santo siempre actuábamos en la iglesia que nos vio nacer. Y la semana antes y la semana después hacíamos el recorrido por el territorio", explica Vicente. Fue tal el éxito de sus actuaciones que pronto se supo de ellas bastante más lejos. "Nuestro gran hito fue cuando nos invitaron a representar la función en la plaza de Santa María, de la Catedral de Jaén", apostilla el Judas vitoriano. Los jienenses decidieron recuperar la tradición de los autos sacramentales que habían perdido cincuenta años atrás y lo hicieron con sello gasteiztarra. Vitoria, por contra, iniciaría la cuenta atrás para la desaparición de su Pasión viviente.

Los intérpretes creen que el fin del grupo se debió a distintos factores. El principal, seguramente, el sacrificio que exigía. "Había que dedicar muchísimo tiempo a los ensayos y eso obligaba a quitarse horas de estar con la familia y de dormir", revela el que fuera centurión romano, Emilio García. Unos cuantos acabaron marchándose para poder cumplir con sus compromisos personales y cada vez había menos repuestos entre las nuevas generaciones. "La gente joven no tiene el mismo espíritu religioso o no concede tanta importancia a la conservación de este tipo de tradiciones", apostilla la hija de La Doña y narradora de la función, Marisol Urizar. Además, para rematar las dificultades, este proyecto jamás recibió el apoyo económico de las instituciones. El fundador del Teléfono de la Esperanza de Vitoria, Cristóbal García, recuerda haber acudido a Turismo en numerosas ocasiones para solicitar su respaldo y volverse a casa con las manos vacías. "Al final argumentaron que éramos una entidad religiosa y se nos pidió que nos convirtiéramos en civil", continúa, "pero cuando se creó el grupo de amigos de la Pasión seguimos igual, sin ver una sola peseta".

Si la función se mantuvo en pie a lo largo de treinta años fue gracias a la solidaridad ciudadana. "Conseguíamos el dinero de la parroquia, de las bolsas que pasábamos al final de las actuaciones y de la caridad pura y dura", admiten todos. Tiendas que cerraron y comerciantes con ganas de mantener la teatralización les dieron las telas con las que confeccionar y reparar los trajes. "Si el grupo nació y se mantuvo durante tanto tiempo fue porque la Semana Santa estaba muy arraigada en Vitoria, aunque no tuviera la fama de otras localidades", sostiene Vicente. Él prefiere ser positivo. A fin de cuentas, "¿qué obra dura tres décadas en cartel?". Los compañeros asienten, aunque en sus rostros asome una cierta tristeza por no haber podido estirar más tiempo la representación. Fue una experiencia enriquecedora durante la que todos estrecharon lazos de amistad perennes.

María Ángeles González de Viñaspre, Virgen María durante veintitantos años, recuerda cómo se llenaba la parroquia de Los Desamparados al llegar Sábado Santo. "El aforo es de 1.100 personas sentadas y, además de completarse, también había mucha gente de pie", asegura. Antes de la obra, el grupo retiraba el altar y tapaba el retablo con una enorme tela que desplegaba desde el falso techo de la iglesia. El ajetreo era máximo en las horas previas del gran día, bajo la sargenta mirada de La Doña. "Mi madre es muy perfeccionista y nerviosa", reconoce Marisol. Lo dice en presente porque, a sus noventa primaveras, la que fuera guionista y directora del Drama de la Pasión conserva intactas sus cualidades. Los actores trataban de cumplir las expectativas de la mujer, aunque a veces le tomaban el pelo. "Le decíamos que la próxima vez los soldados vendrían con calzoncillos de lunares o que en vez de soltar a Barrabás soltaríamos a Jesús", rememoran, a carcajada limpia. A pesar del sacrificio y de las broncas, hubo también "muchas risas".

Cuando acababa la Semana Santa, algunos ya estaban deseando que llegara enero. Por eso, cuando el telón bajó para siempre en los noventa, hubo quienes durante años siguieron echando de menos la experiencia. Vicente evoca con nostalgia su época como Judas. "Era el personaje más bonito de la representación, tenía una riqueza impresionante". Lazcoz entra al trapo. "Sería el Bárcenas de hoy en día", bromea. "La verdad es que había gente que no lo podía ni ver", apostilla Cristóbal García. Él hizo de Santiago Apóstol, Barrabás y José de Arimatea. Y si algo no pueden olvidar sus riñones es cuando tenía que bajar a Jesús, una vez muerto. Mucho peso.

El sonido al clavarse la cruz en el suelo también retumba en su memoria. Era un clonc imponente. Sobre ella interpretó a Cristo durante mucho tiempo Juan Carlos Ruiz de Arcaute, el mago Ladis. "Una vez empezó a asfixiarse y tuve que improvisar para que lo sacaran de allí más rápido", desvela Blasco. Vicente recuerda, además, cómo recitaba el Padre Nuestro. "Lo hacía con tan intensidad que una vez una señora le dio las gracias". Al fin, había entendido la oración.