ese a que el conteo definitivo de votos en Estados Unidos se prolongará durante varios días, los resultados indican que el candidato demócrata Joe Biden ocupará el Despacho Oval de la Casa Blanca durante los próximos cuatro años. Desde el martes, los comicios han mantenido en vilo a un país que, por primera vez desde marzo, ha desviado su atención de las cifras de muertes por coronavirus para centrarse en las noticias que llegaban desde Georgia, Pensilvania, Arizona y Nevada, los cuatro estados decisivos en estas elecciones.

Ante la crispación del país y con los recuerdos todavía presentes de los disturbios que tuvieron lugar en junio, muchos establecimientos y oficinas en diferentes ciudades optaron por reforzar su seguridad y proteger sus fachadas con tablones de madera. Afortunadamente, a excepción de alguna protesta aislada, la jornada electoral y los días posteriores se sucedieron con relativa normalidad. Sin embargo, la tensión que se respiraba en la calle y la incertidumbre ante los resultados fueron un reflejo de la nueva etapa que afronta el país en los próximos meses.

Uno de los elementos más positivos de estas elecciones ha sido, sin ninguna duda, la altísima participación ciudadana. Según cifras oficiales, más de 150 millones de estadounidenses ejercieron su derecho al voto este año y, de ellos, cerca de 100 optaron por enviar su papeleta por correo antes del martes. Hacía 120 años que Estados Unidos no registraba cifras tan altas, un hecho que demuestra la gran preocupación que existe en ambos bandos por la realidad política del país.

Gran parte del éxito de participación debe atribuirse a la excelente campaña de concienciación sobre la importancia del voto llevada a cabo por activistas y políticos en todo el país. Uno de los nombres más repetidos en los últimos días ha sido el de la demócrata Stacey Abrams, candidata para gobernadora de Georgia en 2018 y una de las principales responsables de que dicho estado haya sido azul estas elecciones. Numerosos personajes públicos han alabado la labor de esta abogada de 46 años, quien ha centrado sus esfuerzos durante los últimos años en acabar con la restricción del voto de ciertos colectivos, sobre todo de la población negra. Gracias a su incansable activismo, más de 800,000 nuevos votantes decidieron registrarse para votar este año en el estado de Georgia, el más disputado en estas elecciones. La campaña de concienciación sobre el voto también ha tenido mucho éxito entre la comunidad latina, un colectivo clave para el presidente Donald Trump. En 2016, sólo 3.7 millones de latinos acudieron a las urnas; este año, en cambio, la cifra ha ascendido a cerca de 8.2 millones. Además de numeroso, el voto de este colectivo ha sido crucial en estados como Arizona, donde los latinos dieron la vuelta al resultado inicial en favor de Biden, y Florida, que recayó en manos republicanas debido, sobre todo, al voto cubano.

Durante los últimos meses, muchos habían advertido sobre la posibilidad de que, si Trump perdía las elecciones, tanto él como los integrantes de su partido tratarían de poner en duda la legalidad del resultado. Cumpliendo con dichas predicciones y viendo que su ventaja sobre Biden se reducía hora tras hora, Trump ofreció varias conferencias de prensa en las que, además de tachar a los demócratas de corruptos, exigió que los votos dejaran de contarse. Pese a no tener ninguna evidencia, su equipo de campaña emprendió acciones legales para parar el recuento en Pensilvania, Wisconsin, Georgia y Michigan, estados que ya habían avisado de que tardarían varios días en obtener los resultados definitivos.

La reacción del líder republicano, sin embargo, no debería pillar a nadie por sorpresa. Desde el inicio de su mandato, Trump ha socavado (casi de manera diaria) los pilares fundamentales de la democracia estadounidense, exigiendo el encarcelamiento de algunos de sus oponentes políticos, despidiendo a investigadores que habían abierto causas contra él, y atacando la integridad y la credibilidad de los medios de comunicación. Esta semana, además, el magnate dio un paso más al atacar las instituciones de su propio país, las mismas que hace cuatro años le abrieron las puertas de la Casa Blanca.

Las acusaciones del presidente movilizaron a los votantes de ambos partidos, aunque por diferentes motivos. Por una parte, miles de demócratas se manifestaron en Minneapolis, Nueva York y otras ciudades para exigir el conteo de todos los votos, mientras que los votantes de Trump se reunieron para exigir que "los votos ilegales fueran desechados". En Phoenix (Arizona), unos 150 Trumpers (nombre con el que se les conoce a los partidarios más fieles del republicano), algunos armados, rodearon el jueves un centro electoral donde varios votos clave estaban siendo contados. En otros puntos del estado, el partido republicano hizo un llamamiento a sus votantes para que protestaran "de forma pacífica" por el supuesto robo electoral de los demócratas.

La ajustadísima victoria de Biden en las urnas es, sin duda alguna, un triunfo frente al autoritarismo de Trump y una esperanza para la salud política de Estados Unidos. En este sentido, los demócratas tienen mucho que celebrar. Sin embargo, tanto Biden como el resto de su partido son conscientes de los retos que entraña la actual división del país, la cual ha quedado reflejada en el Congreso: mientras que la Cámara de Representantes contará con mayoría demócrata, el Senado estará, casi con seguridad, controlado por los republicanos.

A efectos prácticos, un Senado rojo implica que cualquier propuesta aprobada por los demócratas en el Congreso podrá ser saboteada en la Cámara Alta por los republicanos, quienes cada vez se encuentran más a la derecha. En una situación normal, dicha división frenaría alguna (o muchas) de las medidas económicas y sociales impulsadas por el partido de Biden, cuya capacidad de acción se vería notablemente reducida. En el contexto actual, sin embargo, la oposición republicana en el Senado puede ser, literalmente, letal para Estados Unidos, que continúa registrando récords de contagios y muertes por coronavirus.

Al margen de la decisión que tomen los gobernadores y alcaldes sobre las cuarentenas y otras medidas de prevención, las consecuencias económicas de la crisis sanitaria tendrán un impacto muy negativo en la economía. Además, la lucha contra el virus requerirá una nueva ronda de gasto federal en sanidad, así como ayudas a las empresas y a la población desempleada. ¿Estará el partido republicano, tradicionalmente reacio a incrementar el gasto público, dispuesto a apoyar estas medidas esenciales para mitigar el coste humano de la pandemia? Todo apunta a que no.

Tras cuatro años de escándalos, procesos legales y batallas mediáticas, resulta difícil imaginarse el futuro del partido republicano sin su cara más polémica. Por una parte, es poco probable que un Trump 2.0 gane popularidad entre los republicanos, aunque algunos vestigios del Trumpismo permanecerán presentes en el partido. Por otra, los republicanos tampoco pueden viajar en el tiempo y retomar su mensaje y su visión de hace años, ya que ni la esencia del partido ni la realidad social del país son las mismas.

La incógnita que queda por descifrar, por tanto, es si el efecto Trump será temporal o si su mandato representa un cambio permanente en los ideales y prioridades del partido republicano. A diferencia de sus predecesores, Trump dejó de lado los pilares ideológicos republicanos, incluyendo el libre mercado y el conservadurismo fiscal, y centró su discurso en la inmigración y los auténticos valores estadounidenses (el famoso Make America Great Again! ). Su estilo, arrogante y políticamente incorrecto, le llevó a conseguir más votos en las primarias de 2016 que ningún otro republicano antes que él. La gente le veía como una apuesta interesante, y muchos estaban convencidos de que, a diferencia del resto de candidatos, el magnate sí cumpliría con todas sus promesas.

Muchos votantes siguen siendo fieles al modelo Trump y, por tanto, nunca verán con buenos ojos cualquier intento de moderar sus mensajes. Otros, en cambio, mantienen la esperanza de poder pasar página y volver a definir la identidad republicana como el partido de los empresarios, promoviendo el libre mercado y aceptando, al menos sobre el papel, la diversidad y la inmigración. El auge del discurso del odio, sin embargo, hace que dicha visión parezca más una utopía que una opción real.