el 9 de septiembre de 2017, el Papa Francisco, en su visita a Colombia, celebró una misa multitudinaria en la ciudad de Medellín. En su homilía, hizo alusión a un episodio clave en la historia reciente de la Iglesia al pedir a los asistentes que fueran discípulos que sepan ver, juzgar y actuar, como lo proponía aquel documento latinoamericano que nació aquí, en estas tierras. El documento al que se refería era el resultado de la reunión de los obispos latinoamericanos en 1968 en Medellín, un momento clave en la historia de la Iglesia, en el que ésta trataba de dar respuesta a las cuestiones que planteaba el mundo en aquel año tan intenso.
La Iglesia no pudo permanecer al margen de aquel tumultuoso año, en el que todo era puesto en duda y en el que todo debía ser transformado en algo mejor. Si el 68 fue una crítica, sobre todo, hacia la idea de la autoridad, estaba claro que la Iglesia católica tendría que justificar su mensaje y sus principios desde posiciones renovadas, ya que el mundo nuevo que estaba naciendo no creía en nada que sólo se justificase por la mera autoridad. Por otro lado, las revueltas sociales en contra de la injusticia también empujaban a la Iglesia a dar una respuesta a los conflictos sociales que laceraban el mundo. Un verdadero reto para una institución cuyo lenguaje cada vez era menos comprensible para las nuevas generaciones.
Los cambios en la Iglesia ya habían comenzado años antes. Juan XXIII, en 1962, había convocado un nuevo concilio, el Vaticano II, cuyo fin era el aggiornamento (actualización) de la Iglesia católica, es decir, la puesta al día de la actividad pastoral de la Iglesia. Durante cuatro sesiones anuales, la Iglesia fue profundizando en aspectos como la liturgia, la interpretación de la Biblia, la relación con las otras religiones, o la relación entre los distintos miembros que la componen. Pero también profundizó en su relación con el mundo en el famoso documento Gaudium et spes, en el que se daba una visión más positiva del mundo y su relación con la Iglesia. Se iniciaba una reconciliación con el mundo, comenzando a ponerse mayor énfasis en la responsabilidad y en la vocación especial que debe tener la Iglesia respecto a los más pobres.
En 1965, durante las últimas sesiones del Concilio Vaticano II, un grupo de obispos firmó lo que se denominó el Pacto de las catacumbas, debido al lugar en donde se realizó, las catacumbas de Domitila. El 16 de noviembre de 1965, 40 obispos de la Iglesia, la mayoría latinoamericanos, firmaron un documento, en el que se comprometían a adoptar una vida de sencillez despojada de riquezas y una nueva actitud pastoral hacia los pobres. Entre los firmantes, se encontraban obispos muy comprometidos con los pobres y las injusticias sociales como Hélder Cámara, cuatro veces candidato al nobel de la Paz por su defensa de los derechos humanos frente a la dictadura militar brasileña, o Enrique Angelelli, obispo argentino asesinado por la dictadura militar de su país y recientemente beatificado por Francisco.
La necesidad de respuesta ante la situación de pobreza e injusticia, que el 68 tenía como una de sus principales banderas, comenzaba a cobrar fuerza dentro de la Iglesia. Pablo VI, en su Populorum Progressio, había levantado ya la voz sobre el problema del desarrollo y la injusticia social y en las relaciones de dominación entre las naciones más ricas respecto a las naciones más pobres. Pero sería la conferencia de Medellín, de 1968, la que pondría a la pobreza en el centro de la preocupación pastoral de la Iglesia.
La denominada popularmente como Conferencia de Medellín de 1968 se trataba oficialmente de la II Conferencia General del Episcopado latinoamericano. Fue organizado por el CELAM, que era el órgano que reunía a todas las conferencias episcopales latinoamericanas. Se reunió entre el 26 de agosto y el 8 de septiembre y asistieron varios obispos de los firmantes del Pacto de las catacumbas.
El principal objetivo de la conferencia consistía en tratar de adoptar la propuesta de renovación del Concilio Vaticano II a la realidad latinoamericana. Medellín significó para la Iglesia latinoamericana el cambio de ser una iglesia-reflejo de la europea a ser una iglesia-fuente que formulaba su propia forma de ser Iglesia a partir de su situación concreta, como explicó el jesuita Lima Vaz. Pero para lograr esta adaptación, lo principal era ser conscientes de la realidad latinoamericana, lo que hacía imposible ocultar el contexto de injusticia social y miseria en el que vivía gran parte del continente. Esto hizo que, como dijo Ignacio Ellacuría, a pesar de que el tema de la pobreza tomó fuerza en el Vaticano II, fue en Medellín donde se tomó con radical seriedad el tema.
En Medellín surgió por primera vez la expresión opción preferencial por los pobres que se hizo muy famosa en el ámbito teológico y pastoral y también el concepto de liberación. Ambos conceptos surgieron del análisis del contexto social desde el que se planteaba la reflexión inicial. A pesar de los intentos de los distintos gobiernos, la situación latinoamericana no había mejorado en lo referente a la eliminación de la miseria y la pobreza. Además, los distintos regímenes autoritarios no permitían la participación de los ciudadanos y la represión era común hacia cualquier tipo de oposición política. Surgió así la necesidad de orientar la actividad pastoral de la Iglesia hacia esa situación, centrándose principalmente en aquellos aspectos que condenaban a la gran mayoría de los latinoamericanos a la pobreza y a la injusticia social. La opresión y la miseria debían ser denunciadas por la Iglesia y su superación plantearse como uno de los anhelos de la Iglesia en su actividad pastoral.
Siguiendo la estela de Medellín, en 1971, se publicó la obra de Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación. Con este libro, se inició lo que se denominó la Teología de la liberación, una de las corrientes teológicas más importantes del siglo pasado, que centra su mensaje en una visión de la salvación del hombre en el que se tienen en cuenta las realidades económicas, sociales y políticas que hacen que la persona no pueda desarrollarse íntegramente y que apuesta por tratar de eliminar todas aquellas injusticias que lo esclavizan. Los pobres son víctimas del pecado estructural del sistema injusto y el cristiano, siguiendo la función profética del evangelio, debe dar una respuesta liberadora a esa situación de injusticia.
A partir de este momento, la Teología de la liberación fue desarrollada en múltiples propuestas por distintos autores con visiones bastante diferentes entre ellos. Leonardo Boff, Hugo Assmann, Juan Luis Segundo o Frei Betto fueron a partir de entonces los teólogos que marcaron la crítica de la situación de injusticia y miseria en la que vivía Latinoamérica, instando a los miembros de la Iglesia a tratar de construir una sociedad más justa para todos.
Los problemas llegaron con las versiones más radicales de esta tendencia, que apoyaron a los movimientos guerrilleros latinoamericanos y que pronto pusieron en alerta a la jerarquía más conservadora de la Iglesia. Comenzaron entonces las fricciones con el Vaticano, y las dos instrucciones de la Congregación de la Doctrina de la Fe, una firmada por el entonces cardenal Ratzinger, en las que se criticaron algunas corrientes de la Teología de la liberación. A partir de entonces comenzaron las sospechas y los conflictos entre algunos autores de esta escuela y el Vaticano, que marcaron una de las polémicas más importantes en la reciente historia de la Iglesia.
Pero de la Teología de la liberación nació una escuela, quizás más minoritaria, pero que con los años tomó impulso. Se trata de la Teología del pueblo, iniciada por el sacerdote argentino Lucio Gera, en su intento de llevar el Vaticano II a Argentina. Esta corriente también hizo suyas la opción preferencial por los pobres y la liberación integral del ser humano, pero centrándose menos en las cuestiones económicas y más en las culturales y en la religiosidad popular. Autores como Juan Carlos Scannone, Rafael Tello o Justino O´Farrell son sus grandes artífices. Para esta corriente, la Iglesia debe acompañar a las clases populares y, sobre todo, a los más excluidos, a los que están en la periferia, en su búsqueda de la liberación a través del Evangelio.
Esta corriente teológica caló pronto y profundamente en un joven jesuita argentino, Jorge Bergoglio, que, haciéndolo suyo, lo puso en práctica como provincial de los jesuitas de su país y, a partir de 1998, como arzobispo de Buenos Aires. Pero fue en la V Conferencia del CELAM en Aparecida (Brasil) donde Bergoglio, ya como cardenal, tuvo un papel clave en el documento final, en el que se renovaba la opción preferencial de los pobres adoptada en Medellín, promoviendo una Iglesia que lleve esa opción a la historia presente. Una Iglesia que se convierta en hospital de campaña para el hombre en su caminar por la historia, como dijo cuando accedió al pontificado. Una imagen ésta sobre la Iglesia que se empezó a construir en Medellín en aquel convulso 68 y que, 50 años después, un Papa, al que le tocó vivir aquella época, trata de llevarlo a la realidad de la Iglesia en el siglo XXI.