Cuando Artur Mas dio aquel célebre “paso a un lado” renunciando a su reelección como president de la Generalitat, muy posiblemente no esperaba que su sucesor llegase tan lejos. Mas venía reclamando en vano desde hacía años la celebración de un referéndum pactado que ya había sido declarado inconstitucional, y las fuerzas soberanistas acudieron a las elecciones de septiembre der 2015 con un programa que incluía la “consulta definitiva” como paso previo a la independencia. La coalición Junts pel Sí, que agrupaba a la antigua CiU y a Esquerra, fue la más votada pero necesitó los votos de los electos de la CUP -por simplificar, independentistas radicales- para lograr la mayoría absoluta en el Parlament. Y aquí vino el veto a Artur Mas, a quien la CUP vetó para la Presidencia, y su “paso a un lado” para convertir en President al adscrito al CDC y alcalde de Girona, Carles Puigdemont.

Político apenas conocido fuera de Catalunya, Carles Puigdemont, periodista, militante nacionalista desde su primera juventud y de clara tendencia independentista, recibió el visto bueno de la CUP y aceptó liderar el sugestivo pero incierto recorrido hacia la independencia, manifiestamente expresado en el programa electoral de Junts pel Sí. Y ha sido consecuente para llevarlo a cabo.

Desde que inició su cometido como President, lo ha hecho con tanto riesgo como coherencia. Lo ha hecho incluso con generosidad, teniendo en cuenta que aceptó el cargo advirtiendo que no volvería a presentarse. Lideró la hoja de ruta hacia la independencia sin reparar en el campo de minas en que habían convertido el procès no solamente los partidos de la oposición sino también, y sobre todo, los poderes del Estado y el uniforme bloque mediático que de político desconocido le convirtieron en menos de dos años en enemigo público número uno.

Sabía Puigdemont que todos los focos iban a dirigirse sobre él en la batalla implacable contra quien personificaba la maldad infinita de romper España. Sabía, igualmente, cuál era el mandato popular. Sabía que los pasos a dar eran de alto riesgo. Sabía que si era consecuente con ese mandato no podía esperar clemencia de la mitad de la sociedad catalana opuesta a la independencia, y que si mostraba debilidad a la hora de dar los pasos comprometidos en el programa electoral sería pasto político del sector más radical del independentismo.

Si en los primeros días de septiembre tuvo que hacer equilibrios en la cuerda para sacar adelante las dos leyes básicas para la desconexión con España para la “consulta definitiva”, este mes de octubre, desde el día 1, ha sido del protagonismo total del president Puigdemont. Se ha convertido en la personificación del procès, en pura imagen de esperanza en una Republica de Catalunya, en el líder que dio el paso adelante por coherencia,. aun a sabiendas de que iba a ser masacrado mediáticamente, reprimido penalmente y reprobado por la siempre falsa historia de los vencedores.

En la casi continua retransmisión televisiva de estos días de entusiasmo y de ira, se ha podido ver la imagen de Carles Puigdemont como la de un hombre arrasado, agotado, aguantando la sonrisa tras protagonizar acontecimientos tan intensos. Sabía y sabe Puigdemont que está en el ojo del huracán, que haber aceptado liderar la carrera de obstáculos hasta la independencia, haber llegado hasta donde Catalunya ha llegado, le convertía en objeto de todas las furias. Ha habido en él un intenso sentido de la épica y una aceptación heroica del martirio. Y lo sabía desde el principio, desde que aceptó la presidencia de un Govern expresamente nombrado para proclamar la Republica de Catalunya, que iba a inmolarse en el intento.

Va a caer sobre él todo el peso del artículo 155 y quizá para cuando este artículo sea publicado haya sido detenido, inhabilitado, vejado y quizá encarcelado. Si es que antes no ha sido el segundo president de la Generalitat en el exilio. A fin de cuentas, Catalunya Nord estaría dispuesta a acoger a un catalán inmolado por la independencia.