Vitoria
Vergüenza es una de las palabras más repetidas en los últimos días. El Papa Francisco la utilizó cuando se refirió a la tragedia del pasado 4 de octubre frente a las costas de Lampedusa. Pero esta no ha sido la única: desde mediados de los años 90 se estima que 20.000 personas ha muerto tratando de alcanzar las costas europeas por el Mediterráneo, 8.000 de ellas frente a la pequeña isla italiana, convertida estos días en una gran morgue. Y tampoco ha sido la última. El viernes, una embarcación volcó en el canal de Sicilia con unos 250 personas a bordo y nuevo balance de fallecidos.
El naufragio de la semana pasada ha vuelto a poner sobre la mesa la crueldad de una política que expone a los solicitantes de asilo e inmigrantes a sufrir abusos e, incluso, a morir en las cada vez más peligrosas rutas migratorias. Sin embargo, más allá de las palabras de consternación de los responsables europeos, los Veintiocho han sido incapaces, hasta ahora, de sentarse a debatir sobre una política integral y más justa para aquellos que se juegan la vida por un futuro mejor.
El balance final de aquel naufragio arroja unas cifras escalofriantes: más de 300 fallecidos y 156 supervivientes marcados por la tragedia, todos ellos eritreos y somalíes que un día salieron de sus casas huyendo de la violencia y la represión. Por lo que se va sabiendo a través de sus testimonios, estas personas pasaron por dos campos de refugiados en Sudán y Etiopía antes de llegar a Libia y embarcarse hacia Lampedusa, lo que hace pensar que podrían ser solicitantes de asilo.
"El perfil de estas personas y el de muchas otras que llegan a Italia es de personas que huyen de conflictos. Por ejemplo, de las 30.000 personas que han llegado por mar desde enero hasta finales de septiembre de este año, entre 7.000 y 7.500 han sido sirios; un número muy similar eran de Etiopía, otros somalíes, también ha habido egipcios", explica María Jesús Vega, portavoz de ACNUR en el Estado español.
En este sentido, Vega asegura que las autoridades italianas tienen que iniciar ahora un proceso de análisis de las necesidades de protección de cada una de estas personas. "Tienen que ver si canalizar a estas personas por la vía de Extranjería o por la vía de asilo. Tienen que verificar si necesitan protección internacional y qué les podría ocurrir en caso de ser devueltas a su país de origen o al país del que han venido, en este caso, Libia", analiza.
Muchos de los supervivientes del naufragio de Lampedusa de la semana pasada continúan en el centro de acogida de la pequeña isla, una instalación con capacidad apenas para 250 personas, después de que un incendio destruyera parte del recinto en 2011, pero que en estos momentos acoge a alrededor de un millar de solicitantes de asilo e inmigrantes. La situación es tan crítica que muchos de ellos se ven obligados a dormir al raso bajo la lluvia.
Pero los obstáculos y los riesgos de las miles de personas que cada año tratan de llegar a Europa no comienzan en el momento de subirse en la precaria embarcación. La travesía de quienes huyen de situaciones de conflicto o de la falta de oportunidades económicas al sur del Sahara en busca de un futuro mejor en Europa está marcada por los abusos y la tragedia. Desde el momento que salen de sus casas experimentan situaciones de conflicto, violencia, violaciones u otras formas de violencia sexual -"Nos obligaron a estirarnos en el suelo para que no nos pudiéramos mover y nos violaron. Cada una de nosotras fue violada por seis hombres: en cuanto uno acababa, empezaba el otro... Mi vida ha cambiado. Quiero volver a casa pero no tengo dinero", cuenta a Médicos Sin Fronteras (MSF) Juliette, 46 años, atrapada en Marruecos- y se enfrentan a asaltantes, traficantes de personas y a las fuerzas de seguridad de los diferentes estados por los que pasan.
Cruzar el desierto del Sahara se convierte en una de las primeras pruebas de fuego a la que tienen que hacer frente. Después, estarán expuestos a políticas y prácticas que les criminalizan, excluyen y discriminan. Las organizaciones de derechos humanos que trabajan con los inmigrantes subsaharianos coinciden en criticar a la Unión Europea por su política de refuerzo de los controles y externalización de las fronteras, cuyo resultado es, por un lado, unas rutas migratorias más peligrosas y, por el otro, un importante número de inmigrantes que se ven atrapados en países del norte de África, a merced de estados represores. Esta situación se puede alargar meses e, incluso, años.
El objetivo de países como España o Italia es que los inmigrantes no lleguen a sus costas. Para ello, además de desplegar la misión Frontex, cuya misión es interceptar embarcaciones en el Mediterráneo, la UE o sus estados miembro han establecido acuerdos con países del norte de África para que, en definitiva, hagan la labor de policías. "Dentro de las relaciones que mantiene la UE con terceros países, hay diferentes estatus. Al más avanzado acceden países con los que la UE tiene un especial interés, este es el caso, por ejemplo, de Marruecos. Se le ofrecen determinadas contrapartidas, especialmente económicas, y a cambio se le exige el control de los flujos migratorios que pasan por su territorio. Cómo lo haga es cosa suya", explica Carlos Arce, coordinador del área de Inmigración de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía.
El caso marroquí Marruecos es un país de origen, destino y tránsito de inmigrantes. Se estima que, en estos momentos, acoge en condiciones infrahumanas a 20.000 subsaharianos -hombres, mujeres, embarazadas y niños-, principalmente del Oeste de África que han llegado al país cruzando la zona desértica de la frontera entre Marruecos y Argelia. La primera parada es Oujda, donde la población subsahariana vive dividida por nacionalidades, grupos organizados y controlados por personas implicadas en la trata y el tráfico de seres humanos, según cuenta MSF en su informe Violencia, vulnerabilidad y migración: atrapados a las puertas de Europa.
Tras su llegada a Oujda, los inmigrantes intentan trasladarse a otras partes de Marruecos, como Tánger, Rabat y, muchos de ellos, a Nador, ciudad costera que limita con Melilla. En las ciudades, los inmigrantes suelen vivir hacinados, en sitios insalubres y, quienes disponen de menos recursos, se esconden en el bosque de Gurugú, en Nador, a la espera de saltar la valla. "Las personas que están en la zona boscosa de la frontera, además de las condiciones infrahumanas en las que viven, sin acceso a agua potable ni a comida ni a atención sanitaria -muchos tienen que mendigar para poder comer-, se exponen a las redadas sistemáticas de los cuerpos de seguridad marroquíes", relata Carlos Arce.
En los últimos meses, las fuerzas de seguridad marroquíes han incrementado la presión hacia la población inmigrante con redadas en las zonas donde suelen instalarse. Las personas detenidas, así como las que Europa puede enviar de vuelta, suelen ser conducidas, en autobuses, de nuevo a la frontera con Argelia, en el desierto. "Los dejan allí y las fuerzas de seguridad marroquíes les invitan, no muy amablemente, a que vayan a Argelia, mientras que los gendarmes argelinos, en no pocas ocasiones, los reciben con tiros al aire para que vuelvan sobre sus pasos", agrega Arce. Las agresiones son comunes en estas circunstancias.
"Nos llevaron hasta la frontera y nos dejaron tirados en la parte argelina a las 11 de la noche. La policía argelina apareció con sus armas y nos llevó a su base. Yo intenté escapar pero uno de ellos gritó '¡No corras!' y disparó. Me agaché y la bala me pasó rozando. Me golpeó hasta cansarse, con sus botas, con sus armas... Cogieron mi ropa y la quemaron. Cogieron nuestro dinero. A las cuatro de la madrugada nos dejaron ir; solo teníamos la ropa interior que llevábamos puesta. Afortunadamente, nos cruzamos con un marroquí que iba camino de la mezquita y nos regaló algo de ropa", relata Denis, subshariano de 16 años, en el informe de MSF.
De vuelta en Oujda, ese círculo puede prolongarse durante años. Según MSF, "cuanto más tiempo pasan los migrantes subsharianos en Marruecos, más se incrementa su vulnerabilidad". De acuerdo a la Ley 02-03, cualquier extranjero que esté en el país sin documentación oficial es un criminal, una polémica legislación que aplica también Italia -la ley Bossi-Fini que también prevé el delito de complicidad con la inmigración irregular para quien ayude inmigrantes sin permiso de entrada-.
"El hecho de que los migrantes subsaharianos sean calificados de ilegales significa que la mayoría vive con un temor constante a ser arrestados y expulsados y bajo la amenaza de sufrir episodios de violencia, abuso y explotación a manos de diferentes grupos como las fuerzas de seguridad, las bandas criminales, los delincuentes e, incluso a veces, a manos de la población civil. Quienes abusan de ellos pueden actuar con total impunidad", explica Médicos Sin Fronteras (MSF).
El caso libio En Libia, la situación no es mejor. A pesar de los riesgos, un gran número de extranjeros continúan llegando a Libia, un país históricamente de destino y tránsito de inmigrantes. Personas procedentes de Burkina Faso, Camerún, Chad, Eritrea, Etiopía, Ghana, Níger, Nigeria, Somalia y Sudán, que emprenden largos y peligrosos viajes hasta llegar a Kufra, en el sudeste del país, o a Sabha, en el sudoeste. Algunas se embarcan después en las peligrosas travesías del Mediterráneo y otras son interceptadas por las autoridades regulares o por milicias armadas que reinan en el país, que los envían a "centros de detención" de inmigrantes. Los ciudadanos extranjeros pueden ser detenidos en la calle, en los mercados, en los puestos de control o en sus hogares, también durante sus travesías por el desierto o el mar. Algunos son interceptados por policías regulares, sin embargo, la inmensa mayoría son apresados por milicianos armados que lucharon contra Muamar Gadafi, relata Amnistía Internacional.
Durante su reclusión, tanto en los centros estatales como los de las milicias, los inmigrantes y solicitantes de asilo sufren hacinamiento, mala alimentación, falta de acceso a una atención sanitaria, palizas, racismo y falta de higiene. El tiempo que permanecen en los centros es indefinido, generalmente hasta que se resuelve su expulsión. Pero los subsaharianos también son vulnerables en unas calles hostiles hacia ellos, sobre todo, después de los rumores generalizados de que el régimen de Gadafi usó "mercenarios africanos" en su lucha contra los rebeldes.
Los insultos y los abusos son comunes, así como la explotación laboral. "A veces, un libio bueno me contrataba y me pagaba realmente al final de la jornada. En otras ocasiones, trabaja todo el día y solo recibía insultos. Cuando me quejaba, el empleador me amenazaba y me decía: "¿Quieres que llame a la policía?", cuenta un somalí de 22 años a Amnistía Internacional.
A pesar de los abusos, Europa -socia privilegiada del régimen de Gadafi en el tema- ha reanudado el diálogo con Libia sobre inmigración e Italia firmó un acuerdo en abril de 2012 "para restringir el flujo de migrantes". "Cerrando los ojos ante la atroz situación de derechos humanos, la Unión Europea intenta impedir a toda costa que ciudadanos extranjeros lleguen a Europa, incluidos los que huyen de la guerra y la persecución", denuncia AI.
El drama de Lampedusa no es nuevo. Tampoco el de las costas españolas con la llegada del buen tiempo. El Mediterráneo se ha convertido en una gran fosa común, pero los responsables políticos no parecen dispuestos a pasar de las palabras a la acción. El Papa Francisco lo llamó en julio "la globalización de la indiferencia", precisamente durante una visita a Lampedusa, la primera que realizó como pontífice.