El presunto nuevo caso de cobro de comisiones ilegales que le salpica en estos días al exministro José Luis Ábalos y a su fornido consigliere ha despertado de nuevo el fantasma de la corrupcion endémica en España, de los casos aislados que saltan aquí y allá, allá y aquí, y que se remontan en el tiempo a épocas tan pretéritas como la de Franco, por supuesto; la de Primo de Rivera, el padre; y la de la Restauración, como poco. Este supuesto caso viene a ser como todos los demás, pues la de las comisiones ilegales, por la razón que sea, es la fórmula preferida por nuestros representantes indirectos para despistar dineros públicos que en porcentaje, y en el mar de euros de los presupuestos institucionales, pasan incluso desapercibidos. Sin embargo, tomados aisladamente, los cincuenta y pico millones parasitados en este nuevo y presunto caso, pongamos, equivalen a diez veces el gasto del Ayuntamiento vitoriano en ayudas de emergencia social en 2023. Es una pasta, sobre todo si toca a repartir entre tres o cuatro. Lo sustancial en esta ocasión, en todo caso, es más bien cualitativo, porque se produjo al calor de la pandemia, cuando la gente moría asfixiada en las UCI. Solo un presunto miserable, una supuesta mala persona, sería capaz de enriquecerse así.