Las campanadas con las que repetidamente se despide el año, vienen a probar que muchas ganas de innovar no es que hayas. Es posible que la frase más acertada no fuera la de Mariano Rajoy felicitando el 2016 a su auditorio si no la de Jose Toledo en la tele canaria que felicitó el mil novecientos noventa y pico. En realidad la Navidad televisiva no deja de ser un resumen endomingado, hiperperfumado y hortera de la sociedad que vivimos todos los días. Por eso no se entiende que la mayoría de los espectadores optaran por ver esa manera cansina de cantar las campanadas de Ramón García y Anne Igartiburu o ese disfrazarse de estrella de circo de provincias de Pedroche simulando ir medio vestida o medio desnuda -por no hablar de la imagen de terror de que protagonizaron los protagonistas de Sálvame en Telecinco-. Las campanadas son como una pesadilla de la que deberíamos librarnos apagando la tele hasta nueva orden y dando las nuestras armados de cucharón y puchero. Conseguiríamos un momento igual de penoso pero seguramente más íntimo y familiar que es lo que dicen querer hacer todos los años los profesionales de la tele. Ver la tele es un estado de ánimo en sí mismo. Ocurre con el Concierto de Año Nuevo que retransmiten desde Viena con el patrocinio de relojes carísimos. Un concierto de música clásica para que sigan allí en vivo algunos millonarios planetarios -cada año se ven más asientos ocupados por japoneses y chinos- y que este año, tras el fallecimiento del José Luis Pérez de Arteaga que fue la voz que lo presentó durante décadas, fue reemplazado por el donostiarra Martín Llade. Si hiciéramos estadísticas del 30% del total de la audiencia que siguió el concierto, llegaríamos a la conclusión de que la mitad solo escucha música clásica cuando enciende el televisor en la mañana de Año Nuevo y nos encontramos con ese recipiente lleno de artesonados dorados y recargado hasta la asfixia de rosas bajo del cual están los músicos.